Casa

Aquí las telarañas son cada vez más, como si formaran un nuevo porvenir desecho de toda nitidez. Ellos caminan, tienen que abrirse paso entre los espacios, con un tubo desarmar el tejido de seda, para dar paso, al fin, a lo habitable. Las ocho patas ceden al movimiento, violentas se mueven hacia el jardín, hacia la humedad que las acoge entre la maleza.

No es que antes se sintieran felices, es que estaban tranquilas, embelesadas gravitando los portales de la casa, cazando las moscas de la fruta y las mariposas, acumulando agua sobre los hilos, que luego se evaporan en el sol. En este momento las paredes y las entradas se han limpiado, se han limpiado las hojas secas. Alguien ha puesto una canción y  apoya una escalera en el tejado. Hay que ver lo que pasa en el techo, porque adentro, en la pared de la sala, en el segundo piso, una mancha verdosa, acuosa ha venido elaborando su discurso de hongos y silueta desparramada en la superficie.

Las manos liberan los desperdicios del techo, acomodan una teja, el agua empozada cae como acalambrada por el tiempo, como si se despidiera de su propia descomposición, así cae algo que ha estado diez años en un estatismo absoluto, chocando contra el polvo, con nuestra mirada incrédula, con la sonrisa del peón sobre el tejado. El agua se fue secando con el sol, ni los perros cansados se arriesgaron a tomarla, ni nosotros les dejamos. Era mejor baldear el suelo, a mí hasta se me ocurrió prender una vela en el lugar. Así fue como entramos la primera vez, nos ensañamos contra el olvido hasta obligarlo a filtrarse afuera. En la cocina hay una ranita verde, herramientas por todos lados, una mesa de madera circular, los residuos de las ventas, los retratos polvorientos de gente imaginada por otros, ni su nombre sobrevivió, ni sus oficios.

Nadie sabe quiénes son, pero nos dolemos, suficiente con haber nacido, con saber que este mismo ritual, también para ellos, fue una constancia de que un ser humano sin su tierra se va secando, como los gusanos que encuentro sobre las ventanas, están petrificados. Adivino su ocre muerte sobre la luz – una mujer una vez me hablo sobre los bichos de la soledad, de la nostalgia- estos gusanos negros se hacen de tiempo, de espera. Hay otros, aquellos pescaditos grises, rápido se esconden atrás de algún baúl, abundan donde no hay nada, porque su alimento es la nada. Ahí es cuando me dan ganas de pisarlos, porque siento que su muerte, no solo que no existe, al estar compuestos por nada, y que siendo nada, son capaces de recordarte los más asombrosos detalles de tu vida, aunque no hayan estado registrados en el recuerdo de ninguna forma. Así la nostalgia se vuelve un círculo de nadas, una molestosa circunferencia de pescaditos grises moviéndose al centro de la vida.

Ahora que ya destapamos la corriente, la casa puede respirar un poco, hasta mi padre escuchó que le hablaban sus muertos, él se arrodilló y empezó a rezar un ángelus, la voz le dijo que ya se iba- que viva no más sobre aquellas ruinas- yo por mi parte estaba en la planta baja y no escuché nada, aunque tomé a la ranita que estaba en la cocina, la encerré sobre la palma de mi mano, sentí como saltaba, su presión sobre mi piel. La hablé, más bien le susurré haciendo como si estuviese lloviendo en mi boca y ella se quedo quietita, como esperando las primeras gotas, pero el agua nunca apareció y yo me sentí mal por el embuste a la ranita, entonces la solté en el jardín, ahí viendo como se alejaba dando brincos sobre un tronco, recordé a las arañas que habían migrado a su nuevo refugio obligado y vi los árboles de aguacate y de chirimoya, un pájaro picoteaba un fruto semipodrido, pensé que toda destrucción, todo descuido, toda decadencia sirve de alimento, de hogar, de resquicio. Oigo perimetrar la idea de un muro, oigo la madera, nuevos colores, las mezclas de cemento, la ranita aparece una vez más, es casi imperceptible, la lluvia parece venir con fuerza, ojalá las tejas puedan acomodarse sobre ellas mismas.

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