Dos relatos de Martín Torres.

Martín Torres, en Homero y sus players nos presenta dos relatos, uno inédito y el otro parte del libro Pequeña enciclopedia de seres incompletos, libro ganador del XX Concurso Nacional de Literatura Luís Félix López (2019).

Del autor: Quito, ’91. Músico y escritor. Ha publicado El Síndrome de mi Entropía (2010), Ciudad de concreto (2015) con editorial El Conejo. Ganó el XX Concurso Nacional de Literatura Luis Félix López, género Cuento, con Pequeña enciclopedia de seres incompletos (2019). Miembro encubierto de la Cofradía. Actualmente reside en México.

Péndulo

Los ojos veían el movimiento del péndulo. La textura dorada se rasgaba mientras las patas del saltamontes se aferraban a la espiga. El sonido más inmediato era el viento, el canto más próximo no venía de ningún pecho, de ninguna garganta. 

Era uno de los pocos pueblos a los que todavía no llegaban las noticias como si se tratase de un grifo abierto. El agua no tenía lodo, ni restos de sangre, ni trozos de cobre o huesos. Los días empezaban muy temprano y la noche, cúmulo de tintineos perdido en la brea azulada, se posaba mansamente sobre las plumas de los pájaros cansados. El polvo de los caminos se rebelaba con el viento, las escobas lo amansaban todas las mañanas. Las manos se sumergían en los baldes de agua y arrojaban gotas desde las yemas de los dedos: lluvias artificiales, constelaciones reflejadas en el suelo, dibujos misteriosos en la arena oscurecida y las piedras desgastadas por los cascos de los caballos y las llantas de los camiones viejos.

El fuego de las cocinas parecía estar siempre encendido, la leña se volvía negra y luego blanca. Cada tanto, el humo cargaba una escama negra, la hacía navegar entre el caldo y la carne. Nadie la notaba. Las manos y las muñecas rozaban la frente acalorada, sentían el sudor sobre la piel, su humedad en donde acaba la frente y empieza el cabello. Los cuerpos se calentaban entre ropas pesadas, fogones, animales pequeños y otros cuerpos. 

Las casas albergaban presencias, los pasos se sentían en sus pisos de madera. Cada tanto, una rata o un gato cruzaban las vigas gruesas de madera, dejaban atrás sus pisadas con distintos pelajes, con otros colores y mirando desde otras sombras. Las palomas murmuraban en los techos, sus garras rasguñaban el zinc que el viento hacía sonar. Los halos de luz filtrados iluminaban pequeños puntos blancos, flotando imposibles en la nada. Habitaciones y pasillos recibían ecos de otros habitantes, de sus rutinas, de sus secretos, de sus amantes, de sus gritos taponados por manos sucias, de sus acordes formados por los alaridos de mujeres jóvenes y del llanto de sus recién nacidos. 

La iglesia recibía pecados y pecadores. Los trapos sucios se lavaban en casa, pero se discutían en público, a vista y paciencia del mármol y los ídolos. Los susurros se multiplicaban cerca de los ríos, las quebradas eran laderas cubiertas de césped alto por el que los pies dejaban hojas dobladas. El brillo se acumulaba en todo lo que se salpicaba de agua: piedras, moho, los montículos de arena en donde se recostaban las vértebras cuando hacía demasiado calor. El rumor del agua corría, los peces saltaban, devoraban el aleteo de las partículas, lo silenciaban con sus vísceras, debajo del agua, con la rapidez de un bocado. La oscuridad dentro del estómago aplastaba a los pequeñísimos insectos, se los tragaba.

El campo y el bosque no se diferenciaban. Antes del mediodía, el ritmo de los azadones era más constante, sonoro. Por la tarde, después de almorzar, casi todo el pueblo entraba en trance. Dormitaba todo, el tiempo duraba más, transitaba despacio entre las sombras de los árboles y el movimiento de sus copas. El trabajo se volvía más disperso, más permisivo.

Los ojos veían, todavía, el movimiento del péndulo. Las espuelas del saltamontes aseguraban sus patas poderosas y diminutas. Tal vez esperaban una señal o una amenaza, tal vez sabían que no podrían escapar. La cabeza que apuntaba al saltamontes se inclinó hacia atrás. Una mano hizo sombra sobre los ojos. Lo vieron surgir de la nada y aproximarse rápidamente, sin saber qué era. 

En la cabina del bombardero, los oídos escuchaban palabras distorsionadas. La boca, debajo de una máscara, confirmaba posiciones, entregaba datos, pedía autorización, bromeaba. Los nervios se volvían impaciencia, la impaciencia se volvió necesidad. La transmisión se cerró momentáneamente.

El pulgar se deja caer sobre el botón. Una compuerta en la panza del avión se abre. Los cálculos se han hecho durante décadas, siglos incluso. Varios mecanismos se aflojan, la bomba depende ahora de su propio peso. Se lanza la piedra y se esconde la mano: la máquina sigue su rumbo. 

Abajo, la canción fue interrumpida por un silbido. De agudo a grave, de lejos a cerca. El estruendo se demoró un momento en llegar. Los ojos vieron la luz, la carne sintió el calor. La tierra se volvió negra. 

Medallas se entregaron, noticias se transmitieron, la conversación giró unas horas respecto a ello. Hubo indignados, orgullosos, víctimas, héroes, terroristas, verdades a medias y discursos; hubo aplausos. Eventualmente, hubo olvido. 

La espiga ya no está, el péndulo se ha ido: los ojos también.

Martín Torres (relato inédito)

 

El Homenajeado

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La luz de la bombilla se refleja sutilmente en el espejo de la habitación, y en las paredes, y en el edredón. El piso, de madera todavía, alberga el rastro de agua en forma de huella, como un desierto que aprende pero luego olvida; con calor, con viento, con la desafiante constancia del paso del tiempo.

El cuerpo, de pie frente al espejo, le pertenece. Sus extremidades dejan que las gotas resbalen, como estrellas perladas, que moldean las ramas de un ciprés de Portugal. Cubre sus piernas con una toalla raída, a pesar de vivir solo en un pequeño departamento, a pocas casas del centro cultural.

El cuarto, casi una mentira, guarda poco mobiliario y los bienes indispensables para lo que ha llevado caminando: una cama de metal, que ya no rechina, ni avisa, ni llora; un ropero, con poca ropa –mientras más se vive, menos disfraces se necesita–; una cuerda y un velador de dos cajones; una ventana amplia, que da al callejón y le roba su cielo desde hace años; el espejo infame, un pequeño escritorio con lámpara incorporada; la invitación. El sobre, medianamente elegante, descansa mientras el homenajeado se viste. El espacio cobra vida sólo cuando hay alguien que interactúe con él: la arrogancia de la modernidad.

La tela de la corbata suelta un ruido leve, casi imperceptible, al deslizarse mientras sella el nudo. Los dedos tensan un extremo mientras el otro reposa tranquilo, envuelto como las piernas de las amantes, como las trenzas extintas de las muchachas de su tierra. El traje, no demasiado llamativo, se complementa con un chaleco de lana, ligeramente más oscuro.

La peinilla se arrastra por el cabello escaso. Suplicante, muerde la piel que cubre el cráneo y las olas de mar negro, y las canas, y el pensamiento: una pasada, un recordatorio. El homenajeado se coloca el sombrero y la imagen se queda paralizada en el espejo manchado. Parece que se despide porque sonríe antes de apagar la luz del cuarto y salir, sin echar llave. Los bolsillos van vacíos porque no necesita identidad o poder, no esta noche.

Las gradas besan sus zapatos y la dignidad de su brillo. Resuenan en el eco de todas las historias de suspenso que apelan al recurso. El rastro de colonia, por otro lado, evoca la solemnidad con la que se reconoce al otro. Coquetea con el aspecto más primitivo y externo de la humanidad cuando fue arrojada al mundo: el olfato, origen del beso.

En la calle, la noche es joven todavía. El cielo no muestra estrellas porque parece haberse vestido para la ocasión. Las calles se tiñen de un amarillo familiar, el mismo que le dio sentido a las madrugadas y que se repite invariablemente en la ciudad. La misma luz que da la ilusión del conocimiento y la complicidad de lo irreconocible: constante, engañosa, casi segura (si no fuera por los vacíos que no ilumina).

El homenajeado camina por al lado de los automóviles parqueados en la calle. De noche, ya no importa si la institución prohíbe. Las reglas se doblan, se extienden, se tuercen con la misma facilidad que los caminos que ya se recorrieron, que ya se recuerdan sólo a medias. Los colores metálicos dejan brillar lo que ya no es nuevo y, lentamente, las canas brillan también debajo del sombrero. En plena oscuridad. En plena vida.

El centro cultural brilla también, con la vitalidad de una promesa que aún espera por cumplirse. Joven todavía, mezcla la madera con el vidrio, el cemento con la alfombra, la luz con la posibilidad, la ternura de la memoria con la devastación del futuro recuerdo. Todo termina por convertirse en presente primero y en pasado después. El cartel de luces LED, azules y rojas, grita el nombre que rodeará las bocas de los asistentes, como la sirena de la patrulla que recorre el barrio cada cierto tiempo.

El sitio está casi lleno. Viejos amigos y nuevos desconocidos se han dado cita para saciar la curiosidad, para cumplir con alguna oscura obligación que les permita continuar con sus vidas después de la formalidad. Hay también quienes ven en el homenajeado simplemente una oportunidad para tomar fotos, escribir algún artículo, tomar vino y enterarse: pedacitos de empleo, brutales momentos de ocio o desidia, felices entregas de apertura. De todo se encuentra en cada ser humano, probablemente al mismo tiempo; el homenajeado, por otro lado, permanece imperturbable durante el instante en que es invisible.

Manos se estrechan, abrazos se dan, sonrisas se abren. Las luces del interior se proyectan en la vereda y bañan a los fumadores que, ansiosos y decididos, esperan su turno para fingir indiferencia. Por un momento, se detiene el paso del homenajeado. Asiente, bromea, dice un par de palabras humildes y ríen con él. Dentro, hay un par de señoras, una de las cuales jamás ha visto al sujeto en cuestión. Su compañera la codea y le susurra en el oído. Ambas se levantan y saludan, educadamente, metódicamente: su edad no conoce otra forma, su sabiduría no prefiere algo improvisado. El sombrero que se levanta, la cabecita blanca y las cabecitas tinturadas que reverencian. Han pasado años…

El homenajeado sube las gradas despacio, no hay apuro. Los afiches lo miran desde sus pedestales, desde sus clavos, desde sus cruces, al igual que un dios inefable y profanado, jodido pero conforme. Detrás suyo, un séquito de impacientes y una mesera con la bandeja de vino tinto. El ayudante está desganado, no quiere subir así que se queda hablando con las dos señoras.

Entra al salón principal. Algunas cabezas se giran, lo reconocen. Otras, lo estudian y parecen decepcionadas, siguen conversando entre ellas. Los anfitriones reciben al homenajeado y le hablan por un momento, agradecen su presencia y elogian su sombrero. Mientras camina, se fija en el piso, de madera también, que cruje con cada uno de sus pasos. Aquí, sus huellas no son líquidas, son sonoras, igual de efímeras: aunque más notorias, se confunden con las pisadas de todos los asistentes, ejercicio democrático.

Después de un momento, llevan al homenajeado hacia el frente. Lo encaran con sus obras, con su público al que tanto le han repetido que se debe. La luz está ahora en el hombre y no en su trabajo, aunque sea por un breve periodo de tiempo, aunque sea por una noche. Los anfitriones aclaran sus gargantas, golpean sus copas con sus anillos, saludan. Nadie hace caso. Levantan su voz y vuelven a saludar. Las personas se dan vuelta y esta vez, todas las cabezas se giran y reconocen al homenajeado. La misma historia, que se repite hasta la dolorosa decepción de dar y devenir donde los dados dicen: desertar.

El primer anfitrión empieza a hablar:

  • Voy a procurar ser breve, porque el tiempo apremia y yo sé que quieren pasar ya al brindis y al vinito, y por qué no decirlo, al comentario elocuente y la conversación oportuna.

Durante todo este tiempo, he tenido el honor sin igual de conocer al homenajeado. Los aquí presentes sabrán que su trabajo nos ha traído alegrías en tantos aspectos de nuestras vidas que es completamente imposible nombrarlos a todos. Hemos visto cómo, con los años, la forma en la que su trabajo nos abruma nos ha llevado a pensar que, sin duda, sin el homenajeado, se perdería un gran momento en, por qué no decirlo, toda la historia de nuestro país.

Recuerdo todavía cuando éramos dos jóvenes con todos los sueños en los bolsillos y soñábamos con comernos al mundo. Desde muy pequeños nos conocimos y siempre nos apoyamos, creímos el uno en el otro, fuimos palabra de aliento en momento de flaqueza, y hoy podemos ver los frutos de toda una vida de fe y, por qué no decirlo, esfuerzo. No puedo sino recordar esas largas charlas de madrugada, esas noches de bohemia en la que nos dedicamos a la tertulia de nuestros momentos más oscuros y, por qué no decirlo, los más iluminados también.

Hoy mis ojos se llenan de orgullo por ver a este viejo amigo, a este viejo soñador, recibiendo un homenaje por toda una vida de trabajo y perseverancia. Si bien hemos visto momentos difíciles y grandes obstáculos, este tipo de reconocimientos hace que todo haya valido la pena y, por qué no decirlo, impulsa a las nuevas generaciones a continuar con nuestro trabajo.

Sin duda, el homenajeado aquí presente, puede ver los resultados de su vida, expuestos para que este público tan distinguido, los disfrute y los aprecie en todo su esplendor. Sin importar la edad, el sexo y, por qué no decirlo, la religión, estoy seguro que esta exposición los hará volver a los tiempos en los que estos trabajos no eran más que ideas, y hará volar su imaginación hacia nuevos horizontes, nuevos sueños, nuevas ideas, de la mano de éste, mi amigo cercano, al que hoy le prestamos un homenaje tan sincero y sentido, tan desde el fondo del corazón, con tanto ahínco, que nos da tanto gusto, tenerlo aquí, tenerlo presente, todavía entre nosotros, para que vea, en vida, lo que tenemos que decir al respecto de su trabajo y, por qué no decirlo, de la intachable persona que tenemos aquí. Muchas gracias.

El anfitrión abraza al homenajeado y le da dos palmadas en la espalda. Pronuncia tres palabras que no se escuchan, pues se estrellan contra los hombros en medio del abrazo fraterno. El momento de los aplausos se estira por un poco más de lo habitual. La música está demasiado alta y algunos asistentes no alcanzaron a oír la intervención del primer anfitrión. Aplauden igual. Las palabras todavía se enredan en sus cabezas como la melodía del solo de trompeta, y el del clarinete, y el del contrabajo. Sin embargo, los asistentes aplauden y asienten mientras la anfitriona número dos espera que la euforia ceda un poco para empezar a hablar.

El homenajeado, por un momento, se pierde dentro de las muestras de su propio trabajo. ¿Cuánto tiempo ha invertido en todo esto? No logra recordar si son años, o si son sólo meses. ¿Cuánto ha durado su vida? Hace tanto tiempo que no pisa el césped con los pies descalzos… Le es inevitable recorrer a los asistentes con la mirada y luego sus ojos se posan en un lugar vacío, en un punto tridimensional entre el piso y sus pupilas. Su sonrisa muestra que está presente, le da un ancla en donde puede existir para todas estas personas. Vuelve en sí, ¿dónde estuvo? Y sus ojeras apuntan a la anfitriona número dos, quien ya había empezado a hablar, y disimulan el toque personal de la contemplación del otro:

    • […] patrocinio de lo que había estado pendiente, nuestros esfuerzos por rescatar y reunir el legado del homenajeado. A pesar de mi relación cordial con él, nunca estuve más cerca de su trabajo que en estas últimas semanas en las que pude aprender tanto. La belleza de tener en las manos este pedazo de historia, que engloba la pasión de tantas personas, hace que todo se muestre a través de un cristal distinto.

Ha sido para muchos, muchas cosas. Un amigo, un maestro, una figura paterna, un hermano… pero para mí, ha simbolizado la lucha de todos aquellos que trabajan día a día por un lugar más digno, por un bien superior. Sin este legado de vida, muchos jóvenes estarían perdidos, buscando la luz al final del túnel en la que se ha convertido el homenajeado durante estos años.

Esta noche, empieza un ciclo de proyectos que dará paso para que las personas sepan de todos estos personajes que forman parte de la historia, de este espacio común que compartimos todas y todos. Espero, de todo corazón, que disfruten de este homenaje que hemos preparado para ustedes, y que sea un punto de partida para familiarizarse con el trabajo de este gran ser humano. ¡Salud!

Los asistentes estallan en un arranque de euforia. Las palabras de la anfitriona número dos los han conmovido hasta los aplausos, hasta las lágrimas. Hasta las luces parecen haber disminuido su intensidad y le dan al salón un toque más íntimo. Sin duda, la intervención alcanzó niveles altos de elocuencia que el homenajeado hubiese querido escuchar. Pero no lo hizo. Tan sólo aplaude también y recibe el abrazo respectivo con la sencillez de quien disimula su desconocimiento. Las copas chocan en un tintineo confianzudo, con sonrisas de por medio y el sonido tapado de las gargantas contrayéndose para extraer el vino barato de las copas caras.

El murmullo vuelve a poblar el salón. La música camufla las conversaciones pero es inútil frente a las risas sonoras de los viejos que bromean. Una jovencita se toma fotos frente a uno de los trabajos del homenajeado y un hombre, a su lado, rompe un banquillo. Los anfitriones acuden en su ayuda con risas y hacen reemplazar el asiento mientras la chica acaricia su hombro y le sonríe. Sus manos se tocan. El hombre se ve feliz.

El homenajeado transita de grupo en grupo, y cada grupo transita, a su vez, dentro de otro. Todos tienen algo que decir respecto a las palabras de los anfitriones. La música sigue demasiado alta y los asistentes empiezan la porción de la noche donde se pregunta por el baño. Nuevos amigos, viejos recuerdos que se cuentan una y otra vez, en cada reunión social. El reloj, palpitante, sigue su rumbo sin detenerse a contemplar. Los segundos ya no cuentan, y las horas recuerdan a los asistentes que deben volver a casa, pero el vino y la plática los compelen a quedarse y vivir por siempre en el oasis del recuerdo, del tiempo pasado que fue mejor.

Poco a poco, el homenajeado se aproxima a las gradas. Cada cambio de grupo le lleva estratégicamente hacia la salida del salón principal. Sin darse cuenta, este baile sin sentido le muestra el camino del resto de su vida, le recuerda, toca el reloj con el dedo índice en señal de impaciencia.

Sus pasos, nuevamente se deslizan por las gradas y los afiches nuevamente lo analizan con inclemencia. Las señoras y el ayudante no están. Hay un hombre en la puerta que se despide de él y le felicita por su trabajo. El homenajeado sonríe y le estrecha la mano. Se desean buena noche, el hombre abre la puerta y los pasos vuelven a besar la vereda. Un suspiro, y la cabeza levantada hacia ese cielo sin estrellas que ya se ha vuelto impasible: el mismo cielo que lo ha visto trabajar, dormir, reír y amar.

Regresa a su casa, a paso constante. Mete las manos en los bolsillos y se da cuenta que no están vacíos, que los recuerdos se han apiñado involuntariamente con cada conversación, con cada muestra del trabajo de su vida. Siente el saco del traje pesado, pero lo lleva erguido, la experiencia le ha demostrado que es todo cuanto cargan sus huesos y su piel. La temperatura del viento se acerca a la medianoche y la ciudad se resguarda de sí misma, entre las montañas y la neblina.

El homenajeado gira la perilla de la puerta del pequeño departamento. El chirrido de la puerta se expande por todo el corredor y los dedos se le estremecen. El sonido del suspenso le vuelve a la cabeza y le hace sonreír. Camina al cuarto y se encuentra con el reflejo que había abandonado al salir. Un poco más cansado, tal vez, un poco más desaliñado. La misma sonrisa que ocupa la mitad del despido. Se quita la corbata casi de un tirón y la arroja sobre el escritorio, mira a la ventana y se vuelve a enamorar de los ladrillos de la construcción aledaña. Se han vuelto su paisaje cada día, al despertar y ya no siente que le roban el cielo.

Abre la ventana y se asoma al callejón. Por alguna razón, parece que siempre está húmedo el suelo a unos cuántos metros de su ventana. Siempre está limpio, pero siempre está sin salida.

Se sienta en la cama, con las manos entrelazadas y entre sus rodillas. Su cuerpo está encorvado, pero no se deja caer, no todavía. Suspira un par de veces y se levanta. Rodea la cama y toma la cuerda entre sus manos. Su textura es áspera, a pesar de que sus fibras son tan suaves como los cabellos que le quedan debajo del sombrero.

El homenajeado se envuelve la cuerda en el cuello, y un sonido igual de sutil sella el nudo. Los dedos gruesos tensan un extremo mientras el otro extremo se retuerce en el piso, todavía de madera. Siente un ligero cosquilleo en las mejillas y se tambalea hacia la ventana. Amarra la cuerda en la cabecera de la cama de metal, sube a la ventana y se dispone a dejarse caer. Resbala y el momento pierde la solemnidad. Su rostro se golpea contra el muro, la cama se arrastra y el chillido deja escapar el sentido, el poder brutal.

La cuerda está tensa y los pies del homenajeado luchan en vano mientras sus dedos gruesos aprietan el nudo. Los recuerdos que llevaba en el saco del traje le dan el peso que termina por hundirlo. ¿En qué momento pasó toda su vida? ¿Cuándo decidieron cerrar el capítulo, que correspondía a lo que quedaba de su vida, con este garabato?

De pronto, el trabajo de toda su vida se estiliza en la gentileza con la que el movimiento cesa por la gravedad. La cama de metal tiene su momento: rechina, avisa, llora. Pero no dura. El cuerpo finalmente se rinde y se balancea como un péndulo grotesco mientras sus brazos caen en un espasmo.

El sombrero cae en un charco después de bailar con el viento, después de agitar su ala ante la inminente despedida.

La trascendencia, le llaman.

Martín Torres

De Pequeña Enciclopedia de Seres Incompletos, 2019

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