F.A.M.I.L.I.A: Plan de integración Social/familiar a través de la tortura y fusilamientos en las Cárceles.

Por Alfonso Bravo

Los noticieros en mi país se han llenado de reportajes sobre “El Salvador de El Salvador”. Nayib Bukele se ha convertido en un tipo de mesías que ha venido a sacar a su pueblo de una fosa común de cadáveres producto de la violencia extrema que se vivía en el país centroamericano.  En muy poco tiempo, ha logrado que las maras desaparezcan casi por completo, en las calles se vive una paz que solo se puede ver en los países escandinavos o en el Imperio Galáctico en Star Wars (alusión absolutamente intencional). Se puede ver, con mucha envidia, como los cuerpos desnudos de pandilleros están apilados (vivos) en cárceles dónde se van a pudrir, en celdas dónde las luchas de poder serán por el uso de un baño o de un plato de comida. Aún así, me da la idea de que nuestro voyerismo necrófilo no está del todo satisfecho.

“Necesitamos un presidente así”, “es hora de un Bukele en Ecuador”, “así se debe tratar a esos animales”, “ellos no deberían tener ni una cárcel, deberían matar a todos”, “Un balazo en la cabeza y ya está”…

Son de las frases más dulces y compasivas que he leído en las redes sociales sobre lo que se debería hacer con estos seres que ya no se pueden considerar humanos. Más deliciosos y sensuales fueron los comentarios sobre un hombre que mató a una niña en Colombia, al que también comentaban que se debería asesinar, pero salió la gente de bien a decir que eso sería perdonarlos, que en lugar de eso deberían pasar toda la vida en la cárcel sin ningún derecho (Bukele Style) y luego aparecieron los sex symbol del buenagentismo a decir que deberían torturarlos.

Como ya sabemos, cuando llegamos al nivel de sex symbol, hay una lucha sangrienta por ser el objeto de deseo por excelencia, ser aquel por el que todo el mundo babee. Entonces, no se conforman con decir que a esos animales les deben torturar, sino que empezó la industria de diseño de torturas a desfilar por los comentarios y llegó el momento en que ya nadie hablaba de la niña asesinada, sino que se notaba en las letras el placer por diseñar torturas que cada vez impliquen más y más sufrimiento. Se sentía como si, luego de todo el coloquio de crueldad, íbamos a terminar ideando las corridas de toros, que ya están hechas.

Pero, entre Bukele y las buenas gentes de la tortura, aún parece que algo falta, no cuadra. Se habla y se habla de lo que se debe hacer. Bukele manda a hacer cosas, pero el resto sigue sin la tan ansiada participación ciudadana que evite caudillismos como los que se viven en Latinoamérica, pueblos que siempre están esperando que el gran y amado líder resuelva todo. Entonces, se me viene la idea de pensar en algún tipo de mecanismo, dispositivo o, siendo arriesgado, ley que impulse esa participación desde lo que la gente demanda a las autoridades, pero desde la perspectiva sexysensual, que es aquello que la gente desea cuando empieza a inventar torturas para quienes se muere por ver sufrir.

Es hora de dejar el paternalismo y participar en el sufrimiento de los animales de las cárceles y también dejar que nuestro placer tenga rienda suelta en estás experiencias, pero con responsabilidad social, con la idea de que esto nos integre como sociedad para generar vínculos que nos permitan vivir en paz en las calles, que todos seamos como las gentes de bien que gritan a viva voz, clamando que el otro debe sufrir. Por otro lado, debemos honrar nuestro deseo de sangre, como ya lo dejó tan en claro El Antropófago de Pablo Palacio, que nos pone frente al deseo desenfrenado humano de devorar a su semejante, claro, añadiendo el placer de que nosotros, ahora, le quitamos la categoría de semejante al animal que queremos torturar.

Para lograr la integración, a través de algún tipo de dispositivo inicial, aún en pañales, proponemos un plan al que llamaremos “Formas Auténticas de mutilación integral lúdica para la Alianza Social (F.A.M.I.L.I.A.): Plan de integración Social/familiar a través de la tortura y fusilamientos en las Cárceles..

Nombre largo, como los que nos gusta en la burocracia criminal estatal, pero que desde ahora solo lo llamaremos Plan F.A.M.I.L.I.A. (La coincidencia del nombre con el plan propuesto por la hija del Opus Dei, Mónica Hernández, diseñado para el ultraconservador curuchupa Rafael Correa, que también felicita las formas de Bukele, es una ruin e intencional coincidencia de mi parte. Si embargo, es diametralmente diferente porque este plan lleva puntitos después de cada sigla).

La propuesta central de este proyecto es incentivar a personas, que voluntariamente vayan o que hayan expresado públicamente su deseo de matar o torturar, a que se integren en actividades entretenidas cuyo objetivo final es que ellos mismo sean quienes ejecuten o torturen a una persona, bajo la figura de “padrinos” de alguno de aquellos a quien desollará, mutilará o fusilará con el afán de que esta sea una actividad lúdica que permita a la familia compartir momentos de sano esparcimiento mientras se comprometen como temas sociales profundos como la desaparición de la delincuencia.

El modelo de apadrinamiento está inspirado en el pensamiento curuchupa ultraconservador de nuestro actual presidente, Guillermo Lasso, quien dijo dese el inicio de su mandato que será padre y su esposa madre de las niñas violadas para obligarlas a “parir” porque eso es lo que deben hacer, principalmente porque son violadas por mandato divino. Ese pensamiento nos enseña que nosotros, las gentes de bien, debemos ser paternales con los desgraciados y miserables que no han tenido nuestra suerte.

Así, cada miembro de la familia va a tener la oportunidad de torturar, mutilar, fusilar, entre otras actividades, a una persona privada de la libertad. Todo dentro de un marco de estricto respeto a la creencia de cada persona. Por ejemplo, si el miembro de la familia cree que quienes han cometido delitos deben sufrir por mucho tiempo, apadrinará su tortura, si cree en la pena de muerte, se le proveerá del arma de su agrado para que ejecute al animal de la manera más placentera posible. Sea cual fuere el proceso, todo esto se debe hacer en familia, es decir que, mientras un miembro ejecuta la acción, el resto observará activamente lo que suceda y alentará a su familiar. También se puede implementar el programa de grupos, principalmente para el caso de las pandillas; en el mismo, una familia puede elegir un grupo determinado de sujetos de una misma pandilla para que todos los miembros de una familia mate o haga sufrir a un pandillero.

En el caso de los niños, niñas y adolescentes, se va a establecer, en la medida que el stock de condenados lo permita, un programa específico en el que se asigne un “espécimen ya no humano” de la misma edad que su padrino. Por ejemplo, si tenemos un espécimen no humano que, antes de quitarle su humanidad, fue catalogado como “niño sicario”, de 10 años, se debe encontrar un niño humano de la misma edad para que le pegue un tiro en la cabeza o le haga cortes en todo el cuerpo y luego le eche sal en las heridas, dependiendo del deseo del niño o, si no se puede decidir como cuando le preguntan de qué sabor quiere un helado, la acción la decidirá su tutor legal de acuerdo con sus creencias específicas. Esto se ha propuesto luego de seguir el ejemplo de los ciudadanos Ibarreños que, en la noche de los cristales rotos ecuatoriana, llevaron a sus hijos a que pateen y quemen juguetes de niños migrantes en un acto educativo tan conmovedor que no puede sino ser replicado por quienes queremos una mejor sociedad.

Hay que aclarar que, por ser políticamente incorrecto, no vamos a equiparar las ejecuciones y torturas por género. Es decir, no vamos a equiparar a una mujer humana con un espécimen no humano hembra, o una persona de género no binario con un espécimen no humano híbrido o no específico. El componente inclusivo de este plan dicta que todos tienen derecho a matar a quien sea, salvo en el caso de niños, niñas y adolescentes porque la idea es incentivar el trabajo con pares. Lo importante acá es que la familia haga todo junta y que los ahijados asesinados o torturados hayan sido previamente despojados de su condición de seres humanos. Toda esta parte puede sonar rara, porque este es un plan que pretende rescatar los valores familiares que se han ido perdiendo en nuestra sociedad, pero una de las estrategias para llegar a toda la población es que la propuesta sea atractiva y moderna, por eso hemos incluido estas tendencias de moda, así como se puede proponer poner reggaetón anatómicamente morboso mientras se electrocuta los testículos de algún animal preso.

Todas estas actividades serán realizadas de forma lúdica y entretenida, en espacios seguros y con la debida contención emocional. En caso de que alguna persona sufra alguna descompensación por torturar o matar, será inmediatamente trasladado a los consultorios psicológicos en los que, a través de proceso de estimulación conductual y cognitiva, se procurará que la persona salga desensibilizada y consciente de que lo que realizó fue una actividad que es parte de su deber cívico y que, en lugar de sentirse mal por un ente que ya no se puede considerar con vida, debe sentirse como el héroe que es para sus pares. De igual manera, para asegurar la calidad del servicio, se ofertarán cursos de capacitación previos en tortura y asesinato, que serán dictados por la policía nacional y las fuerzas armadas, expertas en el manejo de armas y herramientas de tortura. Se puede practicar, antes de llegar a sujetos deshumanizados, con presos políticos, artistas, objetores de consciencia, migrantes o mujeres esposas de algún miembro de las fuerzas del orden, como ya se ha hecho antes en repetidas ocasiones.

Como dijimos antes, es una propuesta joven, en construcción, que requiere de seguir discutiendo detalles como qué hacer con los restos luego de una ejecución o cómo hacer cuartos de tortura a prueba de sonido de tal forma que los gritos y llantos de desesperación no molesten a los vecinos que ya suficiente tienen con no poder disfrutar del programa porque se agotaron los cupos. Sin embargo, nos parece un buen puntapié inicial para conseguir el tan ansiado objetivo de la integración de la sociedad civil y su núcleo, tan venido a menos, la familia.

Nos ha parecido importante hacer este tipo de planes innovadores porque vemos una sociedad cada vez más fragmentada y aislada: niños que crezcan con la seguridad de que van a poder matar a sus agresores sin que nada se los impida, hombres y mujeres de bien que puedan torturar a una persona en espacios debidamente aprobados por un estado al que hasta ahora solo se le ha exigido cubrir necesidades tan nimias como el hambre, la educación, la salud, cuando no se han dado cuenta que en el saber popular ya está la respuesta: pedimos comida cuando sabemos que todos deberíamos alimentarnos de la sangre de Cristo, educación cuando ya está dicho que la letra con sangre entra, salud cuando la sangre misma es la que da vida.

Estamos muy emocionados de haber podido pensar esta propuesta, sabemos que puede tener mucha resistencia por muchos grupos que no conocen la verdadera esencia del ser humano ávido de sangre y sufrimiento sanador, pero de a poco podemos integrar a quienes piensan distinto a este plan y se darán cuenta de la utilidad que tendría en el desarrollo de nuestros pueblos. Quizás, aquellos que se oponen, puedan ser incluidos como objetos de las prácticas que realizarán nuestros ciudadanos de bien. Ojalá y podamos vivir este sueño lo más pronto posible.

Escaleras al suelo: En este pueblo no hay tiempo para una foto

EN ESTE PEUBLO NO HAY TIEMPO PARA UNA FOTO

Por Alfonso Bravo (Fragmento de Escaleras al suelo, anecdotario de cómo se crea un idiota)


Las gradas de a la vuelta de la casa de mis padres, esa dónde me crié, aunque hoy por hoy piensan que me malcrié, en verdad, eran simplemente uno de eso rincones donde uno podía protestar por no entender la sociedad que ahora entendemos perfectamente y a la que nos hemos sometido. Era una sede del desahucio de las esperanzas en un lugar sin mucha alternativa. Podías ser un borracho, un casanova de pueblo, un galán o un buen puñete. A veces, hasta las cuatro, pero no más. Los que no éramos nada de eso, bebíamos por despecho y concentrábamos nuestras fuerzas en poder hablar y alardear de no acordarnos de nada al siguiente día.
Por eso es que las elucubraciones sobre la existencia humana, la felicidad y la vida sin sexo eran consideradas como anormalidades de un lugar que, más que una sociedad, parecía una fotografía. Porque desde que una catástrofe azotó la comarca, lo que quedó fue la imagen estática de la desesperanza y la única terapia ocupacional que encontró para recuperarse fue el negocio, el mercachiflismo que ahora es la virtud que, al fin, logró mi autoexilio.

“la fotografía es la impresión de un momento futuro”
(de nuevo, ese mismo personaje que no tiene nombre, aún)


Porque cuando tomamos la fotografía en realidad estamos capturando el momento en que la volvemos a ver. Existe una extraña idea entre los seres humanos, de que la memoria es algo posible y que no es solamente una fantasía para no llorar y lanzarnos de un puente si supiésemos lo que realmente fue nuestro pasado. Pero en esas gradas, síntoma de lo que por más de 45 años se venía construyendo en la ciudad anhedónica que con tanto goce vivimos, esas no habían tomado una fotografía con esperanza ni tampoco para hacer algo de arte, ni del bien calificado por las élites, ni el arte artesano que siempre sirve para las postales y para ganar concursos de turismo, o quizás para contar historias de indios que por orgullo quemaron una ciudad y no permitir que los españoles la posean, pero nunca para aceptar que tienen derechos ni que existen más allá de su valor de uso.


No, estas gradas no tomaban fotos, eran la fotografía y radiografía de un mundo que tenía dos cuadras, o tres manzanas. Alguna vez, cuando teníamos nuestras sesiones de insignificancia profunda en esas gradas, estábamos con un amigo que luego decidió alejarse del mundo a su modo porque, si no, tanta apatía lo hubiese matado. Conversábamos, de nuevo,
sobre la realidad y cómo esta se construye.


Por ahí me surgió la idea, brillante como todo lo que puede producir un niño de 17 años en estado de embriaguez, que en realidad nosotros estábamos siendo imaginados por otros seres (ahora diría que poco creativos) y que, me daba miedo que en determinado momento ese ser que nos estaba imaginando a los dos, por alguna razón, podía ir desde una embolia cerebral hasta que su madre le llame a comer, deje de imaginarnos y entonces “pufff ”, dejábamos de existir. Mi amigo tuvo una crisis de angustia, me insultaba por haberle metido esa idea en la cabeza, se sentó en un rincón de esas gradas, que tenían unos ligeros descansos con pequeñas jardineras que terminaban siendo un baño para nosotros.


Ahí, sentado en un rincón, en un cuadro clásico del loco en el manicomio, él lloraba desconsoladamente y pedía por favor que eso no sea cierto, que él no quiere dejar de existir. Como les decía, igual dejó de hacerlo. Decidió volar, con el uso de máquinas y luego sustancias, pasó mucho tiempo desconectado de la realidad de tal forma que entendí que sí, dejar de existir puede ser una necesidad en un mundo que define nuestra existencia en jaulas o en comportamientos.

Esto puede sonar muy adolescente y con un aroma penetrante a berrinche, pero es verdad, lo digo con conocimiento de causa y viviendo en carne propia lo que es escribir este párrafo con dolor de espalda y sufriendo, aún, que ese ser me haya imaginado encorvado en una oficina tratando de imaginar también algún mundo en donde, para no sentir la culpa de mi creador, no haya ser vivo.

LAS PREMONICIONES DEL RÍO


Saliendo de esas gradas mi mejor amigo casi perdió la vida, la poca que teníamos, pero que atesorábamos mientras nos lanzábamos a la inmortalidad con cada trago, cada bronca o cada vez que la vecina llamaba a la policía para que nos saquen de ahí. Corríamos, nos escondíamos o nos lanzábamos a una peña que había y que terminaba en un río muy solidario con la rutina de la aldea, estaba seco la mayoría del tiempo. Contaban los abuelos que antes no era así, pero también contaban que la aldea era distinta y que estaba más viva, lo que quiere decir que quizás los abuelos, con ese afán de quejarse, se quedaron con ese letargo de que “todo tiempo pasado fue mejor” o que el río en verdad vivía del ánimo de la gente y por eso se estaba muriendo.

Ilustración de David Jara Cobo

»Una oración es una casa» por Estefany Vaca

Estefany Vaca : Licenciada en Comunicación y Literatura (PUCE). Autora del poemario: Las ventanas de cuerpo (El Ángel Editor, 2018) Sus textos constan en importantes revistas impresas y digitales. Ilustradora especializada en Collage analógico . Puedes ver su trabajo en Instagram en la cuenta: @enbusquedadealgo

El poemario »Una oración es una casa» de Estefany Vaca es uno de los libros ganadores de el Premio Nacional de Poesía »Paralelo 0»- 2022. Aquí un adelanto del libro.

I
Antes, quiero recordar
este campo vacío,
quiero recordar
la amplitud del silencio.
Quiero verlo,
no quiero olvidarlo,
lleno de nada,
regado de pausa.
Sé que después 
del primer ladrillo
todo será distinto.
Tengo un campo vacío
y hoy empiezan
las palabras.

II
La escritura se anuncia

en total ausencia.
Se escribe una casa en el    a  i   r  e.
La casa es anterior a su nacimiento, 
la he visto sin conocerla, 
y solo con los años he podido traducirla.
Hay cosas que esperan mucho tiempo ser nombradas, 
para habitar la voz que las pronuncia.

III
La palabra, 
presencia de la repetición,
sonido de las cosas,
tinta y aire.
¿O algo más?
La casa es agarrar 
la palabra en la mano,
arrancarse,
de lo que no
palpamos, 

un pedazo.

IV
A veces, dejamos que alguien más 
   nos atraviese.
Es más fácil perder con palabras prestadas.

V
Perder un amigo.
En la casa un huracán
que jamás se deshizo.
Ya no caminar
solo afilar.
Un cuarto nuevo 
donde los amigos
no vuelven.
Si quiero llorar,
entro allí y 
lloro con ellos.
La amistad era simple
como decir un nombre.

VI
Algo suena en la casa,
late, late, late.
La casa expulsa
lo que no controlamos.
Algo más que la 
palabra
en la palabra.
Una inmensa

 nniiieebbllaa

sintiendo.
La parálisis empieza.
La casa no es nuestra.
Las palabras solo se
pertenecen a ellas.

VII
Si no fuera por esta casa
que es una apuesta, como
lo es la palabra en el mundo,
no tendría a dónde ir ni
sabría cómo contestar
el llamado lejano que 
siento cuando escribo.

Porque en realidad nunca estamos,
solo la suma de nuestro nombre en el tiempo, 
solo la recreación continua del pronunciamiento.
Ganadora premio nacional de poesía paralelo 0 -2022 . ''Una oración es una casa''
Collage por Estefany Vaca

Colibrí

Salí al »paseo ecológico», un largo recorrido horizontal lleno de eucaliptos y un río en el medio. Ese río atraviesa la ciudad, pero más que atravesar, creo que la divide, o incluso la aísla, siempre he pensado que estoy en el segundo piso de una casa apolillada. Pobres polillas, sino fuesen tan reales, de seguro estarían en el libro de Animales Fantásticos que inventó Borges hace años. Es que lo fantástico siempre está subordinado a la costumbre, pero eso es otro tema.

Ahora estoy entrando al bosque, sí al bosque (paseo ecológico diría un burócrata sudado), estoy corriendo y tratando de juntar mis pensamientos. Estoy corriendo en medio de los árboles, estoy corriendo esquivando las cacas de los perros, estoy corriendo y un viejito me saluda y yo le devuelvo el saludo y me acomodo la mascarilla, estoy corriendo y quiero que mis pensamientos sean el río, pero mejor pensar que solo estoy corriendo.

Es que yo veo una poética en el correr, una despersonalización que emerge de lo más profundo, algo que conecta con el mismo hecho de sobrevivir. Cuando uno corre huye, pero también encara y llega, huye de uno mismo y llega a uno mismo. Y el cuerpo sabe de su existencia, sabe de su dolor, sabe que el aires está yendo y fluyendo, entrando y saliendo.

Creo que el Buda debió haber corrido mucho, como una marathon antes de sentarse a comer mangos en la sombra de un árbol y encontrar el nirvana, incluso me imagino a Jesús subiendo el Monte de los olivos corriendo. Pero ahora paro, estoy cansado, y miro el río, pienso en las piedras de su lecho, estas modelan el agua y la retienen en el tiempo una y otra vez, solo para el río no hay tiempo, porque la repetición es el estado fuera del tiempo y acaso ¿la eternidad?- No sé- mejor es meterse en el agua, pero no en esta, porque está sucia, yo solo vengo a escuchar.

Regreso, destejo mi propia sombra con la luz de las hojas y viene a mí el aleteo, viene a mí un colibrí, está herido, primero pienso que una ala está rota, lo tengo en mis manos, tengo su sangre en mis manos, un poco, no en abundancia. Lo llevo, lo sostengo firme, su pecho se hace azul y verde con la luz. Siento su corazón, siento mi corazón. El veterinario dijo que el ala no estaba rota, la desinfectó y le puso un polvo amarillo en la herida. Ahora se recupera, y yo pienso que el Colibrí siempre corre. Pienso que cuando era niño acechaba a los Colibrís del jardín y quería ver el mundo, todo el mundo, a través de sus alas a mil por hora, y que cuando vengo a este bosque solo busco tener esa visión que he perdido en el tiempo.

Nunca hay que perder de vista a un colibrí, ser investigador de colibrís, palpitar todo con su corazón.

»Presunciones encriptadas» de Juan José Quesada

El poemario del poeta ambateño, Juan José Quesada es un libro que no busca ser reconfortante o esperanzador, el que busque eso, tal vez debería mirar a otro lado, porque es otro el fuego o la sustancia de estos poemas, ‘‘Presunciones encriptadas’’ no es un texto fácil, pero sí intenso, no hay tranquilidad, sino presunciones, pistas, pensamientos que advierten tal vez el final de una época o el comienzo de una distinta, porque el poeta es el primer oráculo por antonomasia.
En todo caso estamos frente a una poesía que tiene el efecto de desplazarnos de nuestros asientos cómodos, y ponernos cara a cara con lo apremiante, con la movilidad, con antiguas ceremonias: las siete palabras, las verónicas, los cristos sangrantes y las procesiones a lo Vallejo, pero que en Juan José Quesada se resignifican en un visión del mundo, que a pesar de mostrarse un tanto oscura, la voz poética busca, transita por esa oscuridad, no es el azar, sino los enigmas que día a día, el mismo acto de vivir nos pone en frente, estos códigos cotidianos quizá sean los más encriptados, los más emocionantes, y también los más devastadores. Como enuncia la voz poética:

Yo rechazo apremiante
esos designios azarosos,

lo mío son los enigmas
que ahuyentan la alegría
y acogen la inquietud.


Al final estar en esta inquietud, ser parte de ella es lo que nos nombra, llevar a cabo una presunción para desactivar la certeza es lo que nos mantiene vivos, eso, creo que eso es lo que se proyecta en este libro, la destrucción que sobrevive a la destrucción, la vida como residuo de la propia vida.

Canto de deserción

Soy un pirata buena fe
doctrinero comedido,
que inventó el tesoro
con cantos tripulantes
de un pensamiento adelantado.
Este mundo lo encontré deshecho,
tierra de nadie,
y si algo vale, es porque lo nombré horizonte.
¡Permítanme ser débil!
¡Permítanme abandonar los riesgos!
Ahora ustedes saben del misterio,
son más bravos que yo
y están dispuestos a matar

Solo les advierto,
retirado de todo afán,
pese a cantar conmigo largo tiempo,
nunca les dije que el mapa
llevaba al fin del mundo.
No importa,
ahora son más soberbios que la tormenta.
¡Permítanme ser débil!
¡Permítanme abandonar los riesgos!
La Publicidad

En medio de la ciudad diligente,
y las novedades de figuras, colores y canciones,
está la Publicidad abandonada y lúgubre,
sin ninguna publicidad que la publicite
y con la fachada de casa doméstica.

La Publicidad está botada,
más olvidada que rincón de vagabundos,
menos conocida que los bosques recién pintados,
pero más misteriosa que pergaminos medievales.
Algunos, antaño conocieron la Publicidad,
pero la inmediatez del tiempo la hizo desechable:
¡Ya nadie sabe de la contemplación!

Algunos maestros se formaron en la Publicidad
y fueron discípulos del calígrafo (mano mágica),
un viejito apático a la razón,
con espíritu de rotulista universal.

No le importa el dinero y la pobreza
ni el tiempo que ha hecho imperceptible su vida
¡Parece un condenado a escribir eternamente!

Si alguien viene a la Publicidad,
más parece entrega espiritual
donde el viejo amable y taciturno
les induce a la iluminación
con la belleza de sus letras.
La profecía de un amor trascendental

En estos crudos días de ruido y destrucción
ambos escapamos anticipados
por alguna extraña voz clarividente.

Este mundo está en involución
y aquí se quedan los hombres en su sueño gris.
¡Tantas vidas en el anonimato!
Las tardes son una fosa común
con el anaranjado conteo de las cabezas,
una más, una menos, no se sabe.

Este hueco mórbido simboliza la vida.

Nosotros somos aves viajeras,
vamos a la totalidad, dejando estos despojos
y con nuestra naturaleza soberbia
nos dejaremos guiar por las revelaciones del amor
que darán vida a un nuevo mundo.
Las flores

Vendían flores en todas partes,
abultadas entre buenas y malas,
y para no entrar en pelea de mercado,
yo degollé sus cabezas inútiles.

¿Qué significan las flores?
Pensaré un poco en las dedicatorias.
Una loca me obsequió una flor
y yo la ofrendé a una tumba olvidada.

En otra ocasión, le robé a la Virgen María,
una flor con la intención de un milagro
y una mujer poseída por el diablo
me hablaba en latín mientras reía.

Un joven atemporal cargaba un ramillete,
asfixiado, a cada paso perdiendo el equilibrio
y alcanzado por las blasfemias de los
                                               francotiradores
que desvirtuaban su misiva de amor.

Las flores son entonces kamikazes,
adoctrinadas para causas perdidas.
Nunca son suficientes las que mueren
mientras su sacrificio selle el desprecio o el olvido.
Collage por Homero y sus Players

El agente topo

Contado narrativamente como un falso documental, El agente topo es una película que a más de enfrentarnos con una realidad palpable en la sociedad del descarte, nos muestra una narrativa que no se instala en una visión donde el héroe acaba por vencer al sistema o remediar una situación. Lo poderoso del film, es como este héroe o »agente topo» logra construir y recrear una experiencia del escuchar. El agente sobre todo pone atención en los testimonios de las personas mayores (abuelitas y abuelitos) como él les dice. Esa acción de escucha, de conversación hace que su investigación, formal al principio, se vaya humanizando y produciendo un efecto contrario a la figura fría típica del agente, limitada al registro de datos. En ese sentido, la película devuelve o manifiesta esas voces aparentemente inservibles-descartables y las sitúa en el primer plano, al develar justamente la importancia de los testimonios.

Como menciona Ricoeur, historia y memoria siguen un principio básico: la fiabilidad, ambas se desenvuelven en el territorio de la búsqueda de la verdad (visión verista). La memoria, principalmente se edifica a partir del testimonio, es decir de una construcción vivencial que expresa una subjetividad personal, un ‘‘yo estuve ahí’’ por eso puedo reconstruir lo pasado, desde mi visión del mundo. Esta confianza en la palabra del otro, dice Ricoeur, cuando la confrontamos con otros testimonios y además se la escribe, entra entonces en el umbral de la historia, y con ello, de la formación del documento, como memoria colectiva, que de alguna manera amplia los umbrales del testimonio y lo afianza. 

Es justamente lo que realiza el agente topo, no le basta con contar a su jefe lo que ha visto en el asilo de ancianos »San francisco», sino que tiene que escribirlo en su libreta, tiene que darle materialidad a esas experiencias, a esas memorias cotidianas de soledad y descuido que se cruzan y construyen de alguna manera una historia de la vejez, una de tantas historias, que es capaz de edificar la memoria desde la subjetividad de los testimonios, y sin embargo, lo que vemos también en la película es, sobre todo, la memoria del agente, su relación con los otros residentes en el asilo.

Desde esas experiencias que abren su propia condición de »viejo» puede acercarse a los otros y otras personas en ese espacio, esto es importante porque amplifica un principio de empatía y entendimiento de esas realidades particulares y muchas veces pasadas por alto. Me parece que el acto de investigar, como instrumento serio del saber se conforma en la película como una forma del sentir y sobre todo del actuar, el agente al final, es quien denuncia, entiende y logra generar un cambio, aunque sea pasajero en la calidad de vida de los residentes del asilo. La película parece criticar un sistema que tiende a oficializar los datos y el conocimiento, mientras se deja a un lado otras formas del entender que se establecen en la afectividad, un poco de esto también le haría bien a las academias.

Los sin historia: Un monumento para Justo y su machete

¿Cómo nacen Los sin historia?

Facundo Cabral, en uno de sus monólogos, cuenta que cuando García Márquez ganó el Nobel, los periodistas en Colombia corrieron donde su madre y ella solo dijo que no sabe nada de literatura, solo sabe que el Gabo tiene muy buena memoria porque, todo aquello que escribió, se lo contaron. Cabral también decía que alguna vez un periodista le preguntó a Juan Rulfo por qué había dejado de escribir y él contestó: “Porque la gente que me contaba las historias, se murió.”

Claro que Cabral se inventaba muchas cosas, pero enseñaba mucho con sus inventos. Enseñaba que lo que cantamos o escribimos viene también de esa escucha al otro. Yo tuve la oportunidad entre mis 22 y mis 24 años, de pasar por dos lugares que me marcaron, los pasé en mis primeros pasos en el mundo de la psicología. Aunque no podía atender casos, pude conversar con mucha gente en los patios de lugares que podían matar de miedo, pero que me dieron otro sentido de humanidad.

Haciendo memoria, y a la luz de uno de los hechos más horrorosos de la historia del Ecuador, la masacre en las cárceles del país, algo en mí me obligo a amalgamar historias y crear relatos que se asemejan lo más posible a la realidad. “Los sin historia” son retazos de cosas que se recogieron mientras vi humanos deshumanizados por quienes, curiosamente, no habían cometido ningún delito. Estos relatos no pretenden santificar a nadie, sino decir que son temas muy complejos, que en algún lugar del tiempo se puede evitar que un alma quiera dañar a su semejante. Estas historias vienen acompañadas de tanta gente a la que respeto por su compromiso en el trabajo que hacen con los privados de libertad, con lo que representan ellos para la sociedad y lo que se debe crear, en lo social, en lo académico, en lo humano, para dar otro lugar a sus vidas y darnos nosotros otro lugar que nos aleje de aquello que a ellos los llevo a donde están, la crueldad.


Introducción y relatos por 

Alfonso Bravo

(Ambato, 1975) Psicólogo clínico, Magister en estudios psicoanalíticos, sociedad y cultura. Poeta, docente universitario en inglés y psicología desde hace 21 años.

8. Un monumento para Justo y su machete

La Ley siempre será un lugar angustiante. El pueblo bastante sombrío, con calles empedradas y en su mayoría descuidadas por quiénes la han administrado. Tiene una plaza central con árboles secos, una pileta hedionda. En el centro, se ve un monumento retorcido de la justicia, con espada oxidada, la balanza sin un platillo y un hombre de mirada monstruosa que la manosea, mientras le toma el brazo y dice para dónde dejar caer el metal corroído. Frente a la plaza, la casa municipal es un madero viejo de cortinas rasgadas, por el que sopla el viento y se escucha un silbido de abandono, ese es el himno del pueblo. 

Siempre va a dar miedo pasar por ahí, los señores de la comarca viven en las afueras y solo llegan al centro cuando hay un alma que devorar. En otras comarcas creen que La Ley es un paraíso, que allá uno siempre va a estar protegido de cualquier salvaje que quiera atacarlos. Claro está, si alguno de sus hijos, querubines dorados, es el salvaje, jamás ira para La Ley, porque, sea como sea, ese es un pueblo que no está a la altura de los escarpines de plata.

Así fue como nos contaron, con vivencias, la historia de un sistema que solo sirve para seguir clasificando sujetos en una sociedad podrida en morales hipócritas.

Cuando llegamos a realizar prácticas en un centro de rehabilitación de menores, una compañera y yo éramos tan de escarpines plateados que no conocíamos ni media onza de la realidad fuera de la universidad. Encerrados en nuestros paraísos creados, para que no suframos, no nos imaginábamos las vidas que nos cayeron en la cabeza como proyectiles y nos rompieron la burbuja. Entre tantas ingenuidades con las que fuimos madurando, siempre recuerdo una pregunta de mi compañera a la psicóloga de la institución:

– ¿Es verdad que solo los pobres son delincuentes ?

Más de uno querrá darse contra la pantalla o arrancar la hoja de las iras, es inconcebible que uno haga una pregunta así, pero hay que entender que los dos veníamos de un mundo dibujado en acuarela y no transitado a golpes. Ese fue el primero que nos dieron.

La psicóloga nos dijo que eso no era verdad, para nada. Nos dio la primera cucharadita de realidad y una enseñanza inevitable para quien quiera cambiar en algo las cosas. Nos dijo que, si en el centro solo veíamos gente pobre, es porque cuando alguien de clase media o alta comete un delito, al siguiente día está fuera del país. A eso me refería cuando decía que La Ley no es digna para gente que ha crecido entre sábanas de seda. Claro, esto no es un universal, pero la tendencia es esa, evade quien tiene la capacidad de evadir.

Pero yo me encontré con un personaje distinto, de esos que también hay y su historia merece el último aliento de esta serie, porque no evadió la ley y fue el valiente que cruzó la plaza central, entró al municipio y se enfrentó a sus peores monstruos, para decir que él era culpable de un asesinato.

Justo, nombre por demás preciso, era un chico de 12 años que llegó al centro por haber matado a un hombre en su pueblo. Estaba ya dos meses cuando recién me pidieron que hablara con él. De comportamiento impecable desde que llegó, era el orgullo del centro porque servía para decir que el programa de rehabilitación era un éxito rotundo, pues con Justo no tenían que hacer nada. Ni terapias, ni castigos, peor intervenciones cristianas.  

Los pueblos en el Ecuador tienen nombres increíbles, uno puede viajar y hacer un libro con la forma en que los hombres y mujeres de esta tierra han explicado el territorio que los sostiene para no caer en el vacío. Desde el Estero Moja Huevo, pasando por Muerto Parado hasta Pasa Borracho, el humor parece haber tomado un lugar importante en una tierra que no tiene mucho por qué reír. Justo no venía de ninguno de esos, sino de otro que también lleva una característica de nuestra tierra, la de nombrar los pueblos por aquello que anhelan y que nuestra propia sociedad se empeña en negar, Justo venía de La Abundancia.

Por un problema en su crecimiento, tenía una pierna más corta que la otra, eso no le había impedido trabajar desde chico con su madre y sus tíos en las plantaciones de palmito que había en la zona. Su padre falleció ahogado en el río cercano cuando él tenía cinco años, lo relata sin mayor dolor. En La Abundancia, como en cualquier otro lugar sin esperanza, la muerte no tenía tiempo para homenajes, peor llantos o tristeza. Siempre saludaba de buena gana, aunque ya se le había borrado la sonrisa hace rato, parecía que la estaba recuperando en el centro. Era casi imposible creer que alguien así, a los doce, ya había matado a un hombre.

Justo tenía una prima, Dolores, dos años mayor con quien trabajaba codo a codo en las plantaciones, jugaba y hacía la tarea cuando había escuela, es decir, cada tres o cuatro meses. Eran, lo que decimos acá: uña y mugre. Tan unidos eran, que hasta sufrían los mismos males de un pueblo sin un límite que proteja a sus habitantes.

Don Jacinto era una especie de dueño de todo, porque era el capataz de la hacienda más grande en La Abundancia. Sus patrones eran de esos sujetos que parecían imaginarios, eran leyendas para los esclavos de las haciendas y nunca se los veía. Cuando llegaban, Jacinto ordenaba a todos agachar la cabeza y no alzar a ver, porque los patrones se incomodaban. Cuando ellos se iban, el capataz volvía al grito que alertaba a los esclavos para que sigan trabajando, mientras él se ahogaba en el whisky barato que los patrones le regalaban y él pensaba que era un lujo.

Jacinto le había agarrado especial “cariño” a la prima de Justo, así como antes lo agarró por quién sabe cuántas niñas más. Jacinto era un casi sesentón que ya había hecho mucho daño, y por ese daño era respetado. Pero perseguir a las niñas no era lo único que había hecho. Desde los diez, también abusaba de Justo cuando, entre las plantaciones, no se veía un alma. En su microscópico pedazo de tierra, Jacinto había adquirido tal poder que ya no se saciaba con nada, ni con nadie.

Todo el tiempo le decía a Justo que algún día Dolores sería suya. Hasta que una tarde, empapado en alcohol, fue a casa de la madre de Justo a gritar que es hora de que le entreguen a Dolores. Que es su derecho y que en ese momento se la iba a llevar a su casa para que “le sirva”. La madre de justo no salía y todos dentro de casa estaba aterrorizados. Justo tenía dos hermanos menores, su abuela y un tío abuelo viviendo con ellos. El resto de tíos estaban trabajando y no llegaban a casa aún. La situación era realmente paralizante, Jacinto empuñaba una pistola y dio dos tiros al aire como típica señal de hombría y autoridad.

Justo me contó que tenía mucho miedo, que lloraba y escuchaba a su madre gritarle a Jacinto que se vaya, pero eso solo enfurecía más al hombre. Hasta que el miedo se fue convirtiendo en ira y Justo no dio más. Recordando todos los abusos, tomó el machete que tenía en la puerta de la casa y salió corriendo hacia Jacinto que, por más pistola, no podía apuntarle a nada. Justo recuerda el primer machetazo, y nada más. Sus familiares le contaron que tuvieron que salir a detenerlo, Jacinto ya estaba muerto hace rato.

Después de la escena, viene algo que nadie con dos dedos de frente y un bolsillo gordo creería, porque está acostumbrado a animalizar a cualquiera que no sea digno de su alcurnia. Habían cubierto el cadáver con una sábana. La madre de Justo espero a que lleguen sus tíos y lo lleven, aun en estado de shock, al puesto de policía que había en el pueblo. Contaron lo sucedido y dijeron que entregaban a su sobrino para que se haga el proceso que corresponda. Justo debió pasar la noche ahí y al siguiente día fue trasladado al centro donde lo conocí. Él, con toda la confusión de ver un lugar como el que lo acogía, parecía más centrado que muchos de los chicos que ya conocían el centro de memoria. Tenía un imaginario que lo hacía inmune a los vicios de una cárcel con nombre bonito, “Centro de rehabilitación”.

La familia de Justo le había dado un lugar en el mundo cuando le hicieron pasar por la ley, pese a lo tenebroso de su apariencia. Era más limpio que aquellos ciudadanos embarcados en aviones, para esquivar violaciones a sus “sirvientas”, robos a sus empleados o muertes a sus enemigos. A Justo le dieron un piso cuando muchos pensarían que lo abandonaron. No lo visitaban mucho, en La Abundancia había que trabajar, pero sus familiares estaban seguros que debían esperarlo para que su vida siga, luego de entender que existía una ley, la que no existió para Jacinto y sus atrocidades, quizás por eso tuvo que aparecer el machete de Justo.

Ese muchachito, organizado por la ley y la educación de su familia, se entendía perfectamente con las autoridades del centro, con los celadores, el personal, conmigo, con todos. La bondad en sus ojos era desconcertante, alguien que ha matado debe ser malo y alguien que ha sufrido tanto debía odiar al mundo, pero él seguía sereno, cumpliendo lo que se le decía, contento porque había escuela todos los días y esperando que lo lleven de compras al mercado o a ver un tanque de gas para la cocina.

Un día, llegó una propuesta de un canal de televisión para hacer una entrevista a las autoridades del centro sobre el programa de rehabilitación que habían diseñado, querían saber de sus bondades y el éxito que tenían. También habían pedido que, de ser posible, lleven a alguno de los chicos como ejemplo del funcionamiento del programa. Como era de esperarse, llevaron a Justo, precisamente el joven que no necesitaba el programa y que mejor se comportaba en la prisión (porque así debe llamarse). Lo llevaron y el obedecía, era el candidato perfecto, porque no hubo que pedir ni siquiera consentimiento a sus familiares, nunca se iban a enterar, porque en La Abundancia tampoco hay televisión.

Collage por Homero y sus players

Los sin historia: Vlad, el conde de la inocencia

¿Cómo nacen Los sin historia?

Facundo Cabral, en uno de sus monólogos, cuenta que cuando García Márquez ganó el Nobel, los periodistas en Colombia corrieron donde su madre y ella solo dijo que no sabe nada de literatura, solo sabe que el Gabo tiene muy buena memoria porque, todo aquello que escribió, se lo contaron. Cabral también decía que alguna vez un periodista le preguntó a Juan Rulfo por qué había dejado de escribir y él contestó: “Porque la gente que me contaba las historias, se murió.”

Claro que Cabral se inventaba muchas cosas, pero enseñaba mucho con sus inventos. Enseñaba que lo que cantamos o escribimos viene también de esa escucha al otro. Yo tuve la oportunidad entre mis 22 y mis 24 años, de pasar por dos lugares que me marcaron, los pasé en mis primeros pasos en el mundo de la psicología. Aunque no podía atender casos, pude conversar con mucha gente en los patios de lugares que podían matar de miedo, pero que me dieron otro sentido de humanidad.

Haciendo memoria, y a la luz de uno de los hechos más horrorosos de la historia del Ecuador, la masacre en las cárceles del país, algo en mí me obligo a amalgamar historias y crear relatos que se asemejan lo más posible a la realidad. “Los sin historia” son retazos de cosas que se recogieron mientras vi humanos deshumanizados por quienes, curiosamente, no habían cometido ningún delito. Estos relatos no pretenden santificar a nadie, sino decir que son temas muy complejos, que en algún lugar del tiempo se puede evitar que un alma quiera dañar a su semejante. Estas historias vienen acompañadas de tanta gente a la que respeto por su compromiso en el trabajo que hacen con los privados de libertad, con lo que representan ellos para la sociedad y lo que se debe crear, en lo social, en lo académico, en lo humano, para dar otro lugar a sus vidas y darnos nosotros otro lugar que nos aleje de aquello que a ellos los llevo a donde están, la crueldad.


Introducción y relatos por 

Alfonso Bravo

(Ambato, 1975) Psicólogo clínico, Magister en estudios psicoanalíticos, sociedad y cultura. Poeta, docente universitario en inglés y psicología desde hace 21 años.

7. Vlad, el conde de la inocencia

Cuando estaba en la universidad, me gustaba poner en mi radiograbadora el casete de Drácula, era de esos audiolibros que se vendían para aprender inglés. Como el aparato tenía el famoso “autoreverse”, uno de los avances más atractivos de la época, podía dejar la historia toda la noche mientras dormía. No sé si estaba reponiendo la sensación de que a mí nunca me contaron cuentos antes de dormir, pero pude conjugar en ese tiempo mi interés por la historia del príncipe de las tinieblas, con una adicción un tanto enfermiza al miedo. La sensación era única, si en algún punto de la noche yo me despertaba y escuchaba:

“Dracula, by Braham Stoker”

Ahora tengo un muñeco y una camiseta de Vlad Tepes, el famoso Príncipe de Valaquia. Supuestamente, el verdadero Conde Drácula. Relato esto porque es necesario, porque la historia que viene incluye un dato que quizás a ustedes también les va a doler. Pero esa es solo una anécdota, lo importante es la vida de un muchacho que conocí en la cárcel para adultos, un joven de 23 años que sentía que no pertenecía a ese lugar. Con justa razón pensaba eso y con justa razón estaba ahí, esa era la paradoja en la que no encontraba sosiego.

Vlad (me voy a robar el nombre del Conde) venía de Rumania, de una familia bastante estable por lo que se sabía. Cuando vino al Ecuador debido a supuestas vacaciones, él estaba estudiando informática y trabajaba medio tiempo en una tienda de recuerdos en Bucarest. Le gustaba mucho la historia y las diferentes culturas. Por eso, cuando sus amigos le convencieron de viajar a Sudamérica, el no dudó, aunque parte del viaje era una trampa en la que cayó fácilmente. Quería conocer Machu Picchu, le habían contado que era un lugar lleno de magia y con una energía única. Le atraía mucho la idea de una ciudad perdida, encontrada apenas en el siglo XX. Lamentablemente, solo pudo llegar a Ecuador para hacer lo que le pidieron y tenía que regresarse a su país.

Los amigos con los que se juntaba en Rumania eran chicos normales, que les gustaba salir de vez en cuando y disfrutar de la vida nocturna de Bucarest. Cada tanto, para acompañar la bebida probaban una que otra sustancia que había en el menú de las ilegalidades, que los jóvenes legalizan con sus deseos. Vlad también había gozado de esos elixires y conocido a un par de “guías espirituales” que le proveían. Entre esos, entabló amistad más íntima con Razvan, que se dedicaba principalmente a los polvos blancos, un hombre de 37 años de origen gitano que enamoró a Vlad. Sí, Vlad era homosexual (No debería aclararlo, pero es necesario para comentar que, para algunos en este país, el solo hecho de serlo es suficiente para estar en la cárcel, así somos).

Razvan solía hacer eso, conquistar muchachos jóvenes, regalarles viajes para que conozcan el mundo y pedirles siempre el mismo favor. Él siempre tenía un amigo en el país al que viajaban sus amantes y siempre tenían un paquete que enviarle. A veces eran chocolates, perfumes o algún licor de la zona que en Rumania no se podía conseguir. Lo malo es que los paquetes nunca contenían lo que él decía, sino otras cosas que nuestra Sudamérica provee sin reparo.

Vlad tenía muchas expectativas de su viaje, pero Razvan tenía otras, le dijo que debía retirar un paquete de unas esencias medicinales en la casa de un amigo, allá por la zona de los bares en Quito. Que eran para la madre de Razvan y que las necesitaba de urgencia, por eso, Vlad debía volver a Rumania una semana después de haber llegado.

Luego de retirar el paquete, Vlad lo llevó a su hotel y lo envolvió con mucho cuidado entre su ropa. Razvan le había dicho que esas esencias debían estar a una temperatura determinada y le sugirió que envuelva bien el paquete. Al siguiente día, Vlad fue a cambiar su vuelo de regreso y le asignaron el pasaje para tres días después.

Ya en el aeropuerto, Vlad estaba un tanto triste, pero seguro de que volvería al Ecuador. Pasó los controles sin problema, nadie sospechaba, nadie, hasta que el sorteo para el chequeo de sustancias cambió por completo su vida. El paquete que llevaba le costó una sentencia de 7 años en la cárcel. Razvan nunca más apareció y en lugar de Machu Picchu conoció las paredes lascadas de una cárcel que se asemejaba más a las ruinas, que al templo escondido de los Incas.

Se encontraba en la misma “Clínica de la conducta” que Kalju, el oso siberiano del que les había hablado antes, en otra historia de esta misma serie. Yo pensé que era por el tema de la droga, que por eso Vlad había ido a parar en tan simpático lugar, pero luego se vio obligado a contarme la verdadera razón.

Vlad era de contextura delgada, no muy alto, cabello negro y tez bastante blanca. Hablaba conmigo con mucha formalidad y educación, muy amable. Me sorprendía lo bien que hablaba el español; ya llevaba dos años en la cárcel y su conocimiento del idioma venía de personas que hablaban más en la jerga penitenciaria. Me dijo que le gustaba mucho la lectura, así que quizás por ahí conjugo los modales de su proveniencia con el idioma que lo había acogido para sobrevivir.  Habían pasado dos años, pero aún se veía el temor y la desesperación en sus ojos. Tuvo que pasar por dos intentos de suicidio para empezar a adaptarse a una realidad que no tenía ni en sueños planificada, una especie de universo paralelo que se volvió infernal por haber tratado de entenderlo desde su historia y procedencia.

Una noche, mientras escuchaba conversar a un par de compañeros, Vlad se dio cuenta que uno de ellos tenía un arma, era un revólver artesanal, de esos que hacen o construyen en la misma cárcel. Me contaba que se le congeló la sangre y pensó que eso era un peligro para todos. Decidió que debía a hacer algo y, cual “niño de escuela”, fue a hablar con los celadores para que hagan algo al respecto. Qué podía saber el de que el contubernio entre reos y celadores es más antiguo que las cárceles en nuestro país, que aquí cambian de un oficio a otro con tanta frecuencia que ya no se sabe cuál es cuál.

Por supuesto, los celadores fingieron poner orden y confiscaron el arma al prisionero en cuestión, todo para, entrada la madrugada, devolver la pertenencia a su “legítimo dueño”. Resulta que ese legítimo dueño era el líder de una de esas bandas que se hacen llamar Naciones en nuestros terruños latinoamericanos, organizaciones gigantescas con sus propios códigos, leyes y costumbres, que se defienden entre ellos y pueden matar al que les amenace. Algo así como los aristócratas, pero con más calle y verbo. Como era de esperarse, después de haber ubicado en Vlad a un soplón, su destino estaba sentenciado, estaba amenazado de muerte. Para no tener problemas con la Embajada de Rumania, que de vez en cuando enviaba a alguien a visitar a Vlad, las autoridades del centro decidieron enviarlo a la Clínica de la Conducta, asumiendo que allí estaría protegido. En verdad, solo lo cambiaron para decir que hicieron todos los esfuerzos y de ahí, si algo pasaba, no tenían responsabilidad alguna.

No pasó mucho tiempo para que aparezca un nuevo personaje en la clínica de la conducta. Un sujeto ya con sus años y otros años también de sentencia por sicariato. De acuerdo con el psicólogo que sugirió la transferencia de este hombre al lugar dónde estaba Vlad, él necesitaba un lugar tranquilo, porque en el pabellón donde estaba antes sufría de ataques de ansiedad, le daba miedo tanta gente peligrosa. La verdad detrás de todo esto es que este hombre estaba contratado por el líder de la Nación para matar a Vlad.

Un día llegué y vi a Vlad tan asustado que no quería ni trasladarse a comer el almuerzo, me acerqué por voluntad propia y le pregunté si quería hablar.  Accedió y fuimos a una pequeña oficina que había en el segundo piso de la Clínica y ahí me contó sobre este sujeto que lo iba a matar. Yo no sabía qué hacer, era aún ingenuo para ver todo el peligro o quizás no estaba tan institucionalizado como los profesionales que ya iban años lidiando con estos temas, así que decidí hablar con la coordinadora de la clínica y le dije que era necesario que a ese hombre se lo saque de ahí, no a Vlad, que en ese lugar al menos estaba tranquilo. Le sugerí a Vlad hablar con la embajada de lo que ocurría. Algo funcionó, el sicario fue sacado de la Clínica. A Vlad lo vi solo un par de veces más, mi tiempo de observación en la cárcel se acababa. Por la reducción de penas, él esperaba salir de ahí pronto y la embajada le aseguró que nada más le pasaría.

Dije que él fue como un niño de escuela cuando fue a contar lo que pasó con el arma, no lo dije accidentalmente. Es que para Vlad el mundo era otro. Con ese acto me puso al frente de lo decadente de un sistema en el que se promueve la formación de delincuentes en lugar de sostener alguna posibilidad de la muy controversial rehabilitación. Lo que para él era inconcebible, para nosotros es el día a día en nuestras prisiones, aquí no nos importa si se matan dentro de ellas; es más, si le podemos sacar provecho a esas matanzas o al tráfico de armas, lo hacemos. Vlad era un niño dentro de ese mundo espantoso.

La última vez que lo vi, me pidió hablar un rato y me contó que su familia le había escrito, ellos siempre lo hacían y estaban pendientes de él. En esa ocasión le enviaron unas fotografías de la familia y de lugares que el añoraba volver a ver. Él me quiso regalar una de las fotografías y yo no la acepté. Tantas veces nos habían dicho que no debemos aceptar regalos de los pacientes y, aunque Vlad no lo era, yo vivía como psicólogo dentro del centro, así que no podía aceptar nada porque eso arruinaría mi posición (vicios generados por no ver un poco más allá). Se lo conté a un amigo y colega que me hizo sentir peor, porque me señaló que Vlad no era mi paciente y que nunca había pagado por un servicio, que quizás el sentía que eso era una especie de pago por la escucha. Cosas que uno va aprendiendo en el camino, pero con el dolor de no haber aceptado, por él y por el regalo en sí.

La foto era del Castillo de Bran, que se cree fue la residencia de Vlad Tepes. Ahora, seguramente, entenderán porque conté algo mío al inicio.

Fotomontaje por Homero y sus players: Hombre por Antonio Berni, paisaje Quito colonial

lOS SIN HISTORIA: MEMO

¿Cómo nacen Los sin historia?

Facundo Cabral, en uno de sus monólogos, cuenta que cuando García Márquez ganó el Nobel, los periodistas en Colombia corrieron donde su madre y ella solo dijo que no sabe nada de literatura, solo sabe que el Gabo tiene muy buena memoria porque, todo aquello que escribió, se lo contaron. Cabral también decía que alguna vez un periodista le preguntó a Juan Rulfo por qué había dejado de escribir y él contestó: “Porque la gente que me contaba las historias, se murió.”

Claro que Cabral se inventaba muchas cosas, pero enseñaba mucho con sus inventos. Enseñaba que lo que cantamos o escribimos viene también de esa escucha al otro. Yo tuve la oportunidad entre mis 22 y mis 24 años, de pasar por dos lugares que me marcaron, los pasé en mis primeros pasos en el mundo de la psicología. Aunque no podía atender casos, pude conversar con mucha gente en los patios de lugares que podían matar de miedo, pero que me dieron otro sentido de humanidad.

Haciendo memoria, y a la luz de uno de los hechos más horrorosos de la historia del Ecuador, la masacre en las cárceles del país, algo en mí me obligo a amalgamar historias y crear relatos que se asemejan lo más posible a la realidad. “Los sin historia” son retazos de cosas que se recogieron mientras vi humanos deshumanizados por quienes, curiosamente, no habían cometido ningún delito. Estos relatos no pretenden santificar a nadie, sino decir que son temas muy complejos, que en algún lugar del tiempo se puede evitar que un alma quiera dañar a su semejante. Estas historias vienen acompañadas de tanta gente a la que respeto por su compromiso en el trabajo que hacen con los privados de libertad, con lo que representan ellos para la sociedad y lo que se debe crear, en lo social, en lo académico, en lo humano, para dar otro lugar a sus vidas y darnos nosotros otro lugar que nos aleje de aquello que a ellos los llevo a donde están, la crueldad.


Introducción y relatos por 

Alfonso Bravo

(Ambato, 1975) Psicólogo clínico, Magister en estudios psicoanalíticos, sociedad y cultura. Poeta, docente universitario en inglés y psicología desde hace 21 años.

6. MEMO

Hemos leído a Camus, Dostoievski y Kundera; podemos ver cien veces esas maravillosas películas independientes norteamericanas o algunas de las obras maestras del Dogme 95 y descubrir historias que a ratos parecen pintar personajes que viven en lo que Freud llamaría el “Tedium Vitae”, una vida casi en cero, pero que partió de la muerte de las emociones que los personajes, en algún momento, tuvieron. El cine requiere de historias que vayan de un lugar a otro y, aunque a veces el movimiento sea imperceptible, algo se mueve.

Esta historia no se mueve, es como si el guion dictase:

  • En un cuarto con el piso blanco y las paredes grises, media luz (Primer plano), Memo está sentado en una silla mirando a la cámara, como si allí estuviese el vacío. No hay música de fondo. La escena dura aproximadamente diez segundos, dos años, veinte o lo que resista el espectador. No hay inicio y tampoco créditos.

Memo era un chico de 14 años, que solo podía ser visto como se describió antes. Llegó al centro sin recordar cuándo fue la última vez que se había bañado y con mucha hambre. Según la trabajadora social este “tipo” de chicos suelen ir a baños públicos a limpiarse un poco y a eso le llamaban “hacerse el aseo”, los más cancheros llevaban peinilla y más de una muda de ropa.

Memo era como muchos otros chicos del centro, porque no hablaba con nadie, solo que en su caso no parecía haber voluntad, sino imposibilidad. Estaba tan perdido que hasta a la hora de comer se confundía en el uso de los cubiertos, a veces se lo encontraba durmiendo en el piso en lugar de su cama y en un par de ocasiones sus compañeros de cuarto lo sacaron a golpes porque se orinaba en los rincones de la habitación. Cuando salía al patio se sentaba en una pequeña acera que había al borde de la cancha de básquet, iba automáticamente a ese lugar, quizás porque era lo más parecido a la calle.

¿Han visto ustedes algún documental sobre esos niños que son encontrados en bosques o selvas y cuando los llevan a la “civilización” no resisten y mueren? Pues bueno, esa es otra imagen que puede ilustrar cómo se veía Memo. No se si podía morir, pero parecía que nunca había estado dentro de una casa, de un cuarto o de algún tipo de edificio. Me imaginaba su vida en la calle y cómo las fachadas de las casas le deben haber parecido cartulinas dibujadas que no tenían nada del otro lado. A lo mejor, Memo ni siquiera veía a colores, no por algún daño neurológico, sino porque nadie, nunca, le dijo lo que era un color.

No tenía desconfianza en nadie, tampoco confiaba. Esas eran otras sensaciones humanas, que primero requerían que en su mundo haya habido gente buena o mala, que haya podido sentir la maldad y su opuesto en alguna de sus experiencias en la vía. No hablaba con nadie, porque no sabía cómo. Cuando alguien hablaba con él solo le faltaba regresar a ver si había otro chico atrás, porque no entendía que alguien dirija su mirada a su rostro. Unas semanas después, pude comprobar que él no creía en su existencia.

Había logrado articular dos o tres conversaciones con sus compañeros y el personal para pedir comida, permisos para ir al baño y pedir herramientas en el taller de carpintería dónde algo, más motor que oral, podía hacer. Fue ahí cuando la trabajadora social me pidió que hable con Memo, no sin antes contarme lo que ella había estado haciendo durante mas o menos un mes alrededor del caso.

Memo estaba en el Centro, esperaba juicio por haber matado a un muchacho en la calle. Le había clavado un destornillador en el pecho, aparentemente sin motivo. Me sonaba lógico, porque Memo parecía no tener motivación para nada. Tras los gritos de otros jóvenes que estaban con Memo y la víctima en un parque del centro histórico de la ciudad, alguien de por ahí alertó a la policía y lo atraparon. Él no se había movido, no se asustó, tampoco sintió placer, tristeza, culpa o nada que parezca humano.

Luego de aquello, llega al Centro y cuando se le pregunta su nombre dice “Memo”, se le pregunta su apellido y dice “Yo me llamo Memo”. No sabía dónde estaban sus padres, tampoco pudo decir donde vivía, a la final las calles son muchas y él había vivido en casi todas.

La trabajadora social iba ya un mes tratando de encontrar algún otro dato de un muchacho que parecía haber aparecido de la nada. Un profeta de la decadencia que nació por obra y gracia de alguna violación, una transacción mal pagada o un concierto de sustancias aparecidas en algún cuarto de mala muerte, en una ciudad que se pudre en la indiferencia. No tenía partida de nacimiento, ni con sus huellas lo encontraron en el Registro Civil. Cuando la trabajadora fue a preguntar cerca de dónde lo atraparon, a ver si alguien conocía a algún familiar, nadie daba razón. A lo sumo, hablaban de los chicos con los que vagaba por ahí y de la noche del incidente, noche llena de cemento de contacto. Nunca lo habían visto entrar a alguna casa.

Me parecía increíble que algo así pueda suceder. En mi cabeza no cabía que un niño nazca y sus padres no vayan automáticamente al Registro Civil a inscribir al neonato, ponerle un nombre que venía de su propio deseo (aquí en Ecuador sabemos lo que implica poner nombres a los niños, desde el deseo de los padres, hay nombres para coleccionar). Fue un costalazo de realidad muy duro saber que eso podía pasar, que había muchos casos de ese estilo. Pude conectar ese hecho con lo que el mismo Memo me decía cada vez que yo le preguntaba algo en la única conversación que tuvimos.

-Hola Memo ¿Cómo estás? –

-¿Yo? Bien –

-Dime ¿Cuántos años tienes? –

-¿Yo? Creo que catorce –

-¿Por qué crees que 14? –

-¿Yo? Porque eso me decían los ñeros –

-¿Quiénes son los ñeros? –

-¿Yo? Son los panas de la calle.

Le pregunté algunas cosas más, pero esta última respuesta me llamó mucho la atención, porque el tipo de pregunta no daba para ese “¿Yo?” como en las otras. Aunque ya me había dado cuenta que en todas empezaba con lo mismo, esta me confirmó aquello que ya había comprobado observando su comportamiento. No entendía que las preguntas eran para él, no tenía registrada su existencia. La vida había pasado para Memo como un pie de página de sus signos vitales, su yo era una muletilla que aparecía como duda para el otro. Ni siquiera parecía esperar una confirmación de su existencia en mis ojos.

Por eso, cuando le pude preguntar sobre las razones para haber matado al otro chico, la respuesta tuvo algo de sentido desde su garabateado ser:

-Me dijo que el destornillador no se le podía clavar a nadie. Yo se lo clavé para que vea que si podía. –

Lo importante era comprobar lo que él decía, la vida de su amigo no era siquiera una variable en su acto. ¿Cómo podía serlo? ¿Memo sabía que estaba vivo? No lo creo, porque la vida no es un pulso, ni el aliento en la mañana. La vida del humano requiere de una existencia en el lenguaje, que empieza con ese deseo de alguien, que luego hasta te da un nombre, continúa con una cultura que reconoce ese deseo y al recién nacido como parte de ella. Memo no tenía nada de eso, no había ni una mirada de afecto ni un papel que diga que estaba en el mundo.

Esta serie de relatos los titulé “LOS SIN HISTORIA”, porque creo que la sociedad no considera que estas historias sean importantes, no son historias humanas siquiera. Pero también hay otro sentido, porque la historia vive tanto de los relatos particulares, como de los documentos que nos dan fe de la existencia misma de la humanidad. Así mismo, los sujetos se forman con los imaginarios, los propios y de los otros,  que hay alrededor de sus biografías, pero es necesario que tengamos el documento como sostén de nuestro lugar en la cultura y el mundo. Cuando te encuentras con un sujeto que no tiene ni lo uno ni lo otro, todo se rompe, no se puede realmente recuperar una historia. Esta serie de relatos están inspirados en Memo, para él es mi dedicatoria.

Esta historia se llama “MEMO”, a secas. Creo que no hay que explicarlo.

Fotomontaje por Homero y sus players: Niño Juanito laguna Antonio Berni- Foto referencial Plaza de Santo Domingo Quito

Los sin historia: una puñalada a la infancia

¿Cómo nacen Los sin historia?

Facundo Cabral, en uno de sus monólogos, cuenta que cuando García Márquez ganó el Nobel, los periodistas en Colombia corrieron donde su madre y ella solo dijo que no sabe nada de literatura, solo sabe que el Gabo tiene muy buena memoria porque, todo aquello que escribió, se lo contaron. Cabral también decía que alguna vez un periodista le preguntó a Juan Rulfo por qué había dejado de escribir y él contestó: “Porque la gente que me contaba las historias, se murió.”

Claro que Cabral se inventaba muchas cosas, pero enseñaba mucho con sus inventos. Enseñaba que lo que cantamos o escribimos viene también de esa escucha al otro. Yo tuve la oportunidad entre mis 22 y mis 24 años, de pasar por dos lugares que me marcaron, los pasé en mis primeros pasos en el mundo de la psicología. Aunque no podía atender casos, pude conversar con mucha gente en los patios de lugares que podían matar de miedo, pero que me dieron otro sentido de humanidad.

Haciendo memoria, y a la luz de uno de los hechos más horrorosos de la historia del Ecuador, la masacre en las cárceles del país, algo en mí me obligo a amalgamar historias y crear relatos que se asemejan lo más posible a la realidad. “Los sin historia” son retazos de cosas que se recogieron mientras vi humanos deshumanizados por quienes, curiosamente, no habían cometido ningún delito. Estos relatos no pretenden santificar a nadie, sino decir que son temas muy complejos, que en algún lugar del tiempo se puede evitar que un alma quiera dañar a su semejante. Estas historias vienen acompañadas de tanta gente a la que respeto por su compromiso en el trabajo que hacen con los privados de libertad, con lo que representan ellos para la sociedad y lo que se debe crear, en lo social, en lo académico, en lo humano, para dar otro lugar a sus vidas y darnos nosotros otro lugar que nos aleje de aquello que a ellos los llevo a donde están, la crueldad.


Introducción y relatos por 

Alfonso Bravo

(Ambato, 1975) Psicólogo clínico, Magister en estudios psicoanalíticos, sociedad y cultura. Poeta, docente universitario en inglés y psicología desde hace 21 años.

5. UNA PUÑALADA A LA INFANCIA

-Yo no sé para qué me traen a hablar con usted-

– ¿Para qué crees que te trajeron?

-Para que le cuente por qué me robé el celular-

-A ver ¿Cuánto tiempo se demoraron los policías en atraparte cuando te lo robaste?

-Una media hora-

-Y… ¿Cuántos años tienes?

– 16

– ¿Crees que, con 16 años, yo quiero hablar de media hora de tu vida?

La pregunta funcionó. Empezó a hablar, pero una parte de mí se arrepentía de haberle hecho reflexionar. De esta historia no tengo tantos datos ni tantas conversaciones, como con otros chicos que también estaban en ese espacio sin tiempo. Sin embargo, quiero contar la historia de este muchacho que tenía un rostro más duro que la vida, es decir, había llegado a la muerte aún con signos vitales.

Pandillero, lleno los bolsillos por asaltos y microtráfico, había aprendido a apreciar el dinero desde que su madre a los 12 lo vendía para satisfacer a los amigos de su pareja. Salía a las calles desde los trece, solo por la noche, porque la oscuridad era lo que mejor conocía. Cuando había luz, aparecían monstruos aterradores que le podían devorar. La escuela, la alimentación, el vestido y cualquier otro derecho eran bestias feroces que amenazaban esa existencia nocturna en la que le habían hecho creer que valía algo.

Casi entrado a los 14 fue abordado por los chicos del barrio y le buscaron un nombre, le ofrecieron una vida, protección y un lugar en la pandilla. Su madre no lo volvería a vender y su padrastro desapareció misteriosamente, después de que al “Pinchazo” lo reventaron a golpes para ser parte de la pandilla más peligrosa del norte de la ciudad. En ese rito de iniciación, también aprendió a aceptar los cortes, que serían durante todo ese tiempo una costumbre más en las peleas de su pandilla con otras del sector o de otros más alejados. Sangrar era un orgullo y el futuro era un camino directo a la muerte, un camino esperado por quienes viven de códigos muy extraños a los de las buenas gentes, aquellos que solo ven a ese otro como lumpen, que no tiene ni de cerca una cultura.

Sí, el Pinchazo sabía que tenía que morir. Su dureza en el Centro de Rehabilitación era una combinación del temple que se debía tener para sobrevivir en la calle y la frustración de no estar con los ñeros intentando la muerte como sentido último de su vida. Ahí empezaba y acababa ese destino sin historia posible, en morir apuñalado o con un tiro en la cabeza, gracias a que se defendió el honor de la pandilla. Así como nosotros defendemos a la Selección Nacional, o nos matamos por un país. Quizás sea una cosa humana que no nos podemos sacar de encima y ellos tuvieron que inventarse una guerra paralela, porque ni para ser incluidos en nuestras estúpidas matanzas servían.

A veces se emocionaba contándome las historias de las peleas con las pandillas, por el territorio, porque otros vendían drogas que ellos también, las clásicas del macho que defiende su honor cuando una mujer lo dejaba por otro de otra pandilla. La única diferencia es que los pandilleros son más honestos, ellos ya saben de antemano que eso debía terminar en la muerte y se sentían orgullosos de matar o morir.

Cuando el Pinchazo (ya voy a contar por qué el nombre) se emocionaba, por fin dejaba ver su historia escrita en más de un corte o cicatriz profunda que habían dejado sus tan lúdicas experiencias. No era a través de la palabra, sino de su cuerpo que su vida tomaba un sentido, como si en dos años hubiese construido algo que le hizo sentir vivo de nuevo, porque para sentir aquello, significaba que en algún momento hubo vida antes. Enseñaba los brazos, las piernas, la espalda y el cuello como las abuelas cuando sacan los álbumes fotográficos y te cuentan cómo te veías de pequeño, lo que hacías y decías. Empecé este relato con un diálogo que tuve con el Pinchazo, pero el comprendía su vida solo en dos años, no en dieciséis. Él había sido atravesado por el metal más veces que nosotros por una palabra cariñosa, un abrazo o algún juguete en la infancia. Hasta ese momento, entre la media hora del episodio del celular, los 16 años de haber salido del vientre materno, los dos años de ser forzado a la prostitución y los dos de la pandilla, era en estos últimos en los que el Pinchazo había realmente existido, al menos eso me parecía a mí.

Un día, llegaron del Ministerio de Salud al centro de rehabilitación por una campaña de esas que los gobiernos hacen para decir que hacen algo y que parecen más un acto de caridad, que una real preocupación por los muchachos. La campaña era para hacerles exámenes integrales. Heces, orina y sangre. La fila de los jóvenes era un homenaje al desconcierto. Muchachos de todos los colores sin entender qué rayos les iban a hacer ni para qué servía. Desde su nacimiento, muchos de estos muchachos no fueron considerados siquiera como seres humanos, así que ir a dejar en un frasco el meado, en otro su mierda y luego que les saquen algo de sangre sin golpearlos era como entrar en otra dimensión. Casi como los desahuciados de León Gieco, con un simple examen estos adolescentes tuvieron que marchar a una cultura diferente.

Ellos se reían, hacían bromas sobre lo que aparecería en los exámenes. Se notaba el miedo en esa risa nerviosa, era claro que no se sentían de este mundo. Pero el Pinchazo seguía ahí con su cara inexpresiva en la fila. No quería hablar con nadie hasta que llegó su turno. No contestaba ninguna pregunta a la gente del Ministerio. Solo se sentó, extendió el brazo, le ataron la banda elástica y, cuando la enfermera destapó la jeringa, El Pinchazo regresó a ver y se desmayó. No hubo gritos, no hubo susto, solo vio la aguja y cayó al piso como si su existencia misma hubiese colapsado.

Lo llevaron a una camilla y lo reanimaron con colonia (no podían dejarlo en paz). Se negó al examen de sangre de tal forma que tuvieron que dejar que se vaya a su cuarto. Claro, luego de eso, la institución, como siempre muy humana con los chicos decidió castigarlo y mandarlo al “cuarto de reflexión” por tres días. Un calabozo con letrina de esos que emocionan a las buenas gentes cuando piensan en todo lo que debe sufrir alguien que ha sido privado de la libertad.

Después de los tres días, el Pinchazo salió con el mismo rostro sin emoción, me dijo que no quería volver a hablar conmigo, que a él nadie le va a clavar una aguja, que eso no se le debe hacer a nadie, que por eso él tiene los traumas que tiene, porque su madre le obligó a ponerse una inyección cuando tenía cuatro años.

Todas estas historias me desmoronan, hasta ahora. Yo sabía que el Pinchazo no recordaba esa escena como parte de un trauma, que era todo lo contrario. El terror que tenía a las agujas era parte de su salvación, si él lo hubiese permitido. Por fin había aparecido algo de vida más allá de los dos años en la pandilla, un recuerdo infantil que lo hacía vulnerable y que quizás permitía algo de dolor normal, no el de haber sido violado tantas veces desde los doce o maltratado desde quién sabe cuándo.

El Pinchazo podía recibir mil puñaladas, porque su cuerpo ya no importaba, podía morir de un balazo porque su vida sin la muerte no tenía ningún sentido. Pero una aguja lo podía desarmar para volver a ser el niño que en algún momento tuvo el chance de sentir, jugar, aprender y tener la ropita limpia como diría Silvio en la canción de las navidades que hubiese sido bueno cantar, al menos una vez, al Pinchazo.

Pasaron cuatro meses más y yo terminé mi labor en el Centro. El Pinchazo saludaba amablemente pero nunca más se sentó a conversar conmigo. Otra cosa que no volvió a suceder, fue la visita de los funcionarios del Ministerio… Y los resultados de los exámenes jamás llegaron.

Fotomontaje por Homero y sus players: Fondo ciudad Xul Solar ; Collage Antonio Berni
Elsye Suquilanda

writer, film maker, performance artist

Máscaras

A la busca de existencias auténticas