El hombre entró con un bañador azul y con él, también su cuerpo visiblemente demacrado, lunares, manchas sin color y arrugas encarnadas. Primero sumerge los pies para aclimatarse, y de ahí deja avanzar las burbujas y el vapor hasta sus piernas. Nota que un chorro bastante firme le roza la pantorrilla, un látigo de calor. Decide que sería mejor aprovechar la fuerza de la vertiente artificial. Apega su hombro afectado por los músculos distendidos. La corriente impacta de lleno el cuerpo, es agradable aquella sensación para el hombre, mientras se sienta en la pequeña gradita que le ofrece aquel espacio, alterna sus movimientos: entre izquierda y derecha, se frota así mismo.
Alza la mirada, en el techo se condensan cientos de gotas, gruesas todas ellas. Las mira caer, algunas explotan en el suelo de baldosas blancas y otras en el hidromasaje. Intenta agarrar una con sus manos artríticas, cae frente a sus ojos, fracasa, se escabulle por entre sus dedos, solo avanza a rozarla levemente, siente que aquella partícula se ha llevado más algo de él, que él de ella. Ahora la gota está también en la pequeña piscina.
Se aproxima gente. El hombre se agazapa en su chorro burbujeante, se emponzoña en el calor. Una niña y su padre entran al agua
– ¿Está bien, Luciana?
– Sí papi
Y los dos seres se abrazan, se acomodan junto al hombre, aquel desvía por unos segundos su vista a la piscina principal, grande, azul, profunda. A través de la mampara de cristal que divide los dos espacios, una mujer intenta ponerse las gafas para nadar, lo hace con dificultad, finalmente un joven llega a ayudarla. Sujeta su cabeza delicadamente, separa, cierne su cabello castaño, abre bien los dedos, arriba un pozo de luz los eleva, hace más visible sus movimientos, parece que sus brazos y piernas son el reflejo de otra realidad más próxima e infinitamente más lograda. La mujer inclina la cabeza y centra las gafas en sus ojos, el muchacho parece jugar con un lunar en el cuello de ella, lo besa, ajusta los resortes de hule a su nuca y la suelta. Luego ella estira los brazos, se escabulle en un clavado perfecto, el muchacho se queda contemplando el agua que se ha desplazado desde la piscina hasta sus pies. Las gotas son como pequeñas luciérnagas muertas que no saben que murieron y siguen brillando.
El vapor se enmascara violentamente en la mampara de vidrio. El muchacho, que ahora es una silueta, salta también al agua. El hombre regresa su cuerpo despacio, parece temer que sus huesos lo delaten. La niña se le queda mirando con curiosidad. Su padre le llama la atención con la mirada, la niña vira su cabeza al instante, ella sale del hidromasaje, se pierde por la puerta, tal vez busca a su madre. El padre cierra sus ojos en esos minutos de soledad. El viejo termina su movimiento circular, como restregándose lo áspero de su vida.
El chorro de agua golpea el tórax del anciano, inclina sus rodillas, solamente se escucha el borboteo del agua contra el agua. Él se va haciendo más pequeño, el chorro le impacta la frente. Se hunde totalmente, cierra los ojos. De la superficie no escucha nada, hay un gran silencio. Allí sumergido intenta descifrar los ecos que le vienen amortiguados, como si cada burbuja que llega a sus oídos explotara en un aletargamiento de palabras algo familiares, y al final de todo, un pequeño sollozo y un sonido largo, transitado, inacabado. Tanto ruido, y sin embargo, la quietud venía de lo incomprensible que le resultaban aquellos sonidos.
El anciano abre los ojos en esa dimensión clorada, encuentra el chorro que sale de golpe sobre sus cejas. Al orificio de plástico que antes le tocaba el cuerpo, el viejo lo tapa con la palma de su mano, luego lo destapa y parece que el agua sale con más fuerza, deja una estela redonda y transparente a su paso. Así juega el anciano, hasta que se le acaba el aire y tiene que regresar arriba. Ahí, el padre de familia sigue dormitando.
El viejo nota que el calor ya es insoportable, se apoya del pasamanos y su cuerpo sale con el vapor alzándose en sus hombros, camina unos pasos y se desploma sobre las baldosas, cae con la mirada hacia arriba, mirando las gotas en el techo. El padre adentro del hidromasaje solo atina a hablarle a su hija – Luciana no entres- pero la niña entra y en sus labios se encarama, no un grito, sino un pequeño quejido enclenque, que el anciano, ahí acostado en el suelo, reconoce, lo recibe casi sonriendo. Por unos segundos solo se escuchan las burbujas que borbotean en el agua. Afuera, al otro lado de la mampara, las largas y rítmicas brazadas de la mujer esbelta.
Por René Gordillo Vinueza
